Las Edades del Hombre
En opinión de los antiguos griegos, el hombre tiene siete épocas o edades en su existencia. El nacimiento es el principio de una incierta vida y a partir de ese momento lo único cierto es la muerte ignorando cómo y cuándo llegará que al decir de Pito Pérez: “No hay desgracia más grande que la de morirse”.
Con el nacimiento da comienzo la infancia que dura hasta los siete años.
Le sigue la puericia o niñez, de los siete a los catorce años.
Continuando con la adolescencia que abarca de los catorce a los veintiocho años, llamada también pubertad y se caracteriza por la carencia de voluntad plena, de objetivos específicos y un cuerpo débil.
La juventud está entre los veintiocho y los cincuenta años, siendo éste el paso a la edad madura y se caracteriza por la fuerza en todo su esplendor.
De los cincuenta a los sesenta años estamos en plena madurez y su característica es la creatividad. Los principales logros de la vida tienen aquí su fundamento y realización.
Llega la temida vejez o senectud de los sesenta a los ochenta años.
Por último, de los ochenta hasta la muerte se cierra el círculo de la vida quienes tuvieron la fortuna de llegar con el periodo que llamamos decrepitud.
Normalmente en la niñez, se recibe todo lo necesario para la vida, principalmente sustento y amor. En ella se sientan las bases para un sano desarrollo y una vida productiva benéfica para sí mismo y para los demás. Es la época de la iniciación en las ciencias, las artes, la técnica, el respeto y amor a sí mismo, a sus semejantes y a Dios.
La juventud se encuentra siempre ante dos caminos opuestos: el éxtasis y el vértigo, la reflexión y la locura, los valores del espíritu y la vida de los sentidos, lo inmediato y lo trascendente, el egoísmo y el servicio a los demás.
La actitud de éxtasis conduce a la creatividad, a la sólida formación de la personalidad. El vértigo, que es una actitud superficial y vida de los sentidos, conduce a una actitud agresiva y de resentimiento hacia los demás. El hombre dominado por el vértigo solamente trata de poseer para dominar. El resultado final es la náusea, la desesperación y el desencanto, esto no obstante, la juventud posee una institución de lo que al final de cuentas le conviene para su propia felicidad y autorrealización. Solo necesita aprender a reflexionar para mantener un estado de éxtasis y no de vértigo (Filosofía, Introducción e historia. José Aceves Magdaleno).
Al mozo le corresponde reverenciar a los ancianos y escoger de entre ellos a los mejores y más acreditados para que le sirvan de apoyo y consejo en su conducta.
Cuando los jóvenes quieran recrear sus ánimos y darse a alguna diversión, que se guarden de la intemperancia y tengan por delante la vergüenza. (Cícero. Los oficios), porque la intemperancia crea los vicios y éstos perduran en la vida debilitando al cuerpo y al alma.
Me fue fácil encontrar en mis recuerdos y en algunos libros, conceptos varios sobre la primera y tercera edades, pero nada encontré sobre la edad madura.
Esta búsqueda terminó cuando me di cuenta de que la historia y la tradición oral narran la epopeya de los hombres; en ellas encontramos las hazañas de las travesías, de la fabricación de las herramientas y máquinas, de los hechos heroicos, de las transformaciones sociales, los descubrimientos técnicos y científicos, la creación de los dioses y de las religiones, las formas de la educación y el florecimiento de la cultura y de las artes.
Dejo pues a la historia la narración de los hechos del hombre lleno de vigor y madurez y doy el tercer paso para tratar sobre la vejez o senectud.
Tengo la fortuna de haber llegado a la senectud, pero fué doloroso aceptarlo y esto fué no por que me cerrara a la evidencia, sino que fue porque al salir las primeras canas, gran parte de la sociedad empezó a negar mis derechos y a proferir frases como: ¿a su edad?, ¿Puede hacerlo? ¡Ya pasó tu tiempo! y otras muchas más que me hundían en la tristeza y la desesperación.
Pero como mi espíritu es rebelde, revisé mi fuerza física, analicé mi mente, puse a prueba mi voluntad e intelecto y sobre todo hablé con Dios y, cuando, a causa de mi insistencia, con la intención de que yo no aceptara y una notoria molestia en la cara y los ademanes, se me ofrecía un trabajo, en ocasiones inexistente, que requería poco esfuerzo e inteligencia y con un pago muy reducido, entonces me decía “nací para cosas mejores”. y cuando el abatimiento me acechaba me decía y ahora repito: “He visto otros tiempos y otras tempestades”. Dicho de otra manera: en peores me las he visto y he salido triunfante.
¡No traigo ante ustedes quejumbres ni presunciones, traigo y les cuento mis experiencias que de algo les pueden servir!
En las páginas de la Biblia, en el país de Sócrates, Platón y Aristóteles o en los imperios de los Aztecas o de los Purépechas, el anciano aparece rodeado de respeto, es símbolo de la autoridad, dueño de la tradición, oráculo de la sabiduría, capaz de encarnar en la ciudad por sus consejos y experiencias, atendidos siempre con deferente obsequio, tienen un lugar de honor y preeminencia.
Son cuatro los motivos por los que la vejez parece a algunos, imposible de soportar: (Cicerón)
- Porque aparte del manejo de los negocios. Porque no hay trabajo, pues...
- Porque el cuerpo se debilita y enferma.
- Porque priva de casi todos los deleites y,
- Porque no está muy lejos de la muerte, pero:
¿De cuáles negocios nos aleja la vejez?
¡Pues qué! ¿No hay algunos oficios correspondientes a los viejos que, aunque el cuerpo esté débil, puedan administrarse con el ánimo? (Cicerón. De officiis)
Conocemos a médicos y abogados, jueces y administradores, dirigentes y artistas que frisan los ochenta años.
Conocemos a maestros de obra con setenta años a cuestas y en los hombros llevan dos bultos de cemento.
Conocemos a obreros de manos callosas, de pasos lentos y figura encorvada que produjeron hijos que enseñan en la Universidad, ingenieros y arquitectos que forjan “El viejo no hace lo que hacen los jóvenes, pero en mayores cosas y de más importancia trabajan porque no se administran los asuntos graves con fuerza, prontitud y movimiento acelerados del cuerpo, sino con autoridad, prudencia y consejo; prendas que o se pierden en la vejez, sino que suelen aumentarse y perfeccionarse”.
El cuerpo anciano, pierde la salud, pero la salud se pierde en cualquier edad por descuido, por herencia, por contagio o por causa del medio ambiente.
“La senectud priva de casi todos los deleites”.
Esta afirmación es una verdad, pero parcial, porque existen grandes momentos de felicidad que le son propios como: el reposo, la lectura, la investigación o, digan si estaba equivocado Alfonso el sabio cuando dijo:
Vieja leña qué quemar
Viejo vino qué beber
Viejo libro qué leer
Viejo amigo para hablar.
Los años no arrebatan al hombre ni el vigor intelectual ni el disfrute de algunos placeres como el trato con los amigos, la admiración por la belleza o por la creación divina.
Bajo la nieve de las canas, surge, como en los volcanes el fuego interior.
Hay jóvenes que son viejos y viejos que permanecen jóvenes.
“Porque no está muy lejos de la muerte”
La brevedad de la vida y el valor de la existencia, no se mide por su diuturnidad sino por su calidad; los defectos y no los años son la verdadera causa de los achaques que se atribuyen a la vejez; las enfermedades de la ancianidad, suelen ser el resultado de los desórdenes juveniles.
Y ¿Quién, hasta ahora ha podido evadir la ley natural: nacimiento, vida, muerte?
La muerte no es más de temer para el anciano que para el joven. Si la muerte en la flor de la edad, llega furtivamente como por sorpresa, la muerte en el viejo es tan natural, como se desprende de la rama el fruto razonado (Cícero).
Y qué responder al viejo cuando dice y pregunta: “llegué a la senectud, ¿Llegarás Tú?”
Dios no ordenó la muerte como castigo de los hombres sino como condición de su naturaleza.
O, ¿Tú qué dices?
R R S
¿Qué Sabe Usted Acerca del Infierno?
por : R M P
Gracias a un amigo mío del pueblo de Cerano, Gto. quien me envió dos referencias antológicas de dos grandes videntes como lo fueron: Sor Josefa Menéndez y Santa Teresa de Ávila. Estas dos grandes personalidades de la mística cristiana en sus relatos nos dan a saber lo que es en realidad la vida de los condenados en ese reino que llaman INFIERNO. De verdad no es para reír ni para intimidar a la gente como suponen los ateos o incrédulos, sino que es la pura realidad que en estos tiempos modernos la ciencia está vislumbrando su realidad. Es muy importante que la humanidad vuelva sus ojos y vea muy a fondo esta cuestión, puesto que está de por medio la salvación de nuestro espíritu a fin de no caer en las garras del maligno. Empieza pues, a leer estos dos formidables relatos.
Sor Josefa Menéndez Describe el Infierno
Jesucristo se le apareció a menudo durante los años 1921-22 y 23 a la hermana Josefa Menéndez, una monja de la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús. Sus memorias están publicadas en un libro de más de 500 páginas titulado: el Camino del Amor divino. En este libro se explica el empeño de Jesús en salvar nuestras almas por el encuentro con Su amor antes de “la aproximación de los últimos días del mundo”. Sor Josefa escribe con gran reticencia sobre el tema del infierno. Ella lo hizo solamente para conformar los benditos deseos de Nuestro Señor. Nuestra Señora le dijo el 25 de octubre de 1922:
“Todo lo que Jesús te da a ver y a sufrir de los tormentos del infierno es para que puedas hacerlos conocer al mundo. Por lo tanto, olvídate enteramente de ti misma, y piensa en la gloria de la salvación de las almas”.
Ella repetidamente testifica sobre el mayor tormento del infierno:
“Una de estas almas condenadas gritó con desesperación: ‘Esta es mi tortura… que no deseo amar, y no puedo hacerlo; no hay nada que salga de mi excepto odio y desesperación. Si uno de nosotros pudiese hacer tanto como un simple acto de amor… esto ya no sería el infierno, pero no podemos. Vivimos en el odio y la malevolencia’.” 23 de marzo 1922.
Otro de estos desgraciados dijo:
“El mayor de los tormentos aquí es que no podemos amar a Dios. Mientras tenemos hambre de amor, estamos consumidos con el deseo de Él, pero ya es demasiado tarde”.
Ella registrar también las acusaciones hechas contra sí mismos por estas infelices almas:
“Algunos gimen a causa del fuego que quema sus manos. Quizás ellos eran ladrones, porque dicen: ‘¿Dónde está nuestro botín ahora?... Malditas manos… Por qué deseé poseer lo que no era mío… y que en cualquier caso, sólo podría haber poseído por unos pocos días?’”
Otros maldicen sus lenguas, sus ojos… cualquiera miembro que fuese la ocasión con la que pecaron… “¡Ahora, oh cuerpo, estás pagando el precio de los placerse con que te regalaste a ti mismo!... Y todo ello lo hiciste por tu propia y libre voluntad”
2 de abril 1922
“Vi mucha gente del mundo caer dentro del infierno, y ahora las palabras no pueden describir ni por asomo sus horribles y espantosos gritos: “Condenado para siempre…
Yo me engañaba a mi mismo… Estoy perdido… ESTOY AQUÍ PARA SIEMPRE JAMÁS””
“Hoy vi un vasto número de gente caer dentro del ardiente abismo… Parecían unos vividores acostumbrados a los placeres del mundo, y un demonio gritó con estruendo: “El mundo está maduro para mi… Yo sé que la mejor manera de conseguir el control de las almas es acrecentar su deseo por la diversión y el disfrute… Ponme a mí en primer lugar. Yo antes que los demás… Nada de humildad para mi, sino que déjame disfrutar a mis anchas… Esta clase de palabras asegura mi victoria… y ellos mismos se lanzan impetuosamente dentro del infierno”. 4 de octubre 1922.
“hoy”, escribe Josefa, “no bajaré al infierno, sino que fui transportada a un lugar donde todo estaba oscuro, pero en el centro había un enorme y espantoso fuego rojo. Me dejaron inmóvil y quedé a la expectativa, estaba tan comprimida que no podía hacer ni el más mínimo movimiento. Alrededor de mí había siete u ocho personas, sus cuerpos negros estaban desnudos, y yo podía verlos sólo por los reflejos del fuego.
Estaban sentados y hablaban.
Un diablo dijo al otro:
“Insinuaos procurando que el descuido y la negligencia se apoderen de ellos, pero manteniéndolos en la sombra, para que no os descubran… gradualmente, ellos se volverán más y más descuidados, sin ningún tipo de compasión ni amor, y vosotros seréis capaces de inclinarlos hacia el mal. Tentad a estos otros con la ambición, con el amor por si mismos, CON ADQUIRIR RIQUEZAS SIN TRABAJAR… de forma legal o no. Excitad a algunos hacia la sensualidad y el amor al placer. Dejad que el vicio los ciegue”.
“Y con el resto… explorad sus corazones… así conoceréis sus inclinaciones… haced que amen apasionadamente… actuad sin ningún escrúpulo… no descanséis… no tengáis piedad… Dejad que ellos mismos se junten en sus comidas! Eso lo pondrá todo más fácil para nosotros. Dejadlos que vayan a sus banquetes. El amor al placer es la puerta por la que vosotros os apoderáis de ellos…”. 3 de febrero 1923.
“Los ruidos de confusión y blasfemias no cesan ni por un solo instante. Un nauseabundo olor asfixia y corrompe todo; es como el quemarse de la carne putrefacta, mezclado con alquitrán y azufre… una mezcla a la que nada en la Tierra puede ser comparable.”
“La noche del miércoles al jueves 16 de marzo, serían las diez, empecé a sentir cómo los días anteriores ese ruido tan tremendo de cadenas y gritos. En seguida me levanté, me vestí y me puse en el suelo de rodillas. Estaba llena de miedo. El ruido seguía; salí del dormitorio sin saber a dónde ir ni qué hacer. Entré un momento en la celda de Nuestra Beata Madre… Después volví al dormitorio y siempre el mismo ruido. Sería algo más de las doce cuando de repente vi delante de mí al demonio que decía: “atadle los pies… atadle las manos”. Perdí conocimiento de dónde estaba y sentí que me ataban fuertemente, que tiraban de mí, arrastrándome. Otras voces decían: “No son los pies los que hay que atarle… es el corazón”. Y el diablo contestó: -ese no es mío. Me parece que me arrastraron por un camino muy largo.
Empecé a oír muchos gritos, y en seguida me encontré en un pasillo muy estrecho. En la pared hay como unos nichos, de donde sale mucho humo pero sin llama, y muy mal olor. Yo o puedo decir lo que se oye, toda clase de blasfemias y de palabras impuras y terribles. Unos maldicen su cuerpo… otros maldicen a su padre o madre… otros se reprochan a ellos mismos el no haber aprovechado tal ocasión o tal luz para abandonar el pecado. En fin, es una confusión tremenda de gritos de rabia y desesperación.
Pasé por un pasillo que no tenía fin, y luego, dándome un golpe en el estómago, que me hizo como doblarme y encogerme, me metieron en uno de aquellos nichos, donde parecía que me apretaban con planchas encendidas y como que me pasaban agujas muy gordas por el cuerpo, que me abrasaban. En frente de mí y cerca, tenía almas que me maldecían y blasfemaban. Es lo que más me hizo sufrir… pero lo que no tiene comparación con ningún tormento es la angustia que siente el alma, viéndose apartada de Dios”.
“Me pareció que pasé muchos años en este infierno, aunque sólo fueron seis o siete horas… Luego sentí que tiraban otra vez de mí, y después de ponerme en un sitio muy oscuro, el demonio, dándome como una patada me dejó libre. No puedo decir lo que sintió mi alma cuando me di cuenta de que estaba viva y que todavía podía a mar a Dios”.
“Para ponerme librar de este infierno y aunque soy tan miedosa para sufrir, yo no sé a qué estoy dispuesta. Veo con mucha claridad que todo lo del mundo no es nada en comparación del dolor del alma que no puede amar, porque allí no se respira más que odio y deseo de la perdición de las almas”…
“Cuando entro en el infierno, oigo como unos gritos de rabia y de alegría porque hay un alma más que participa de sus tormentos. No me acuerdo entonces de haber estado allí otras veces, sino que me parece que es la primera vez. También creo que ha de ser para toda la eternidad y eso me hace sufrir mucho, porque recuerdo que conocía y amaba a Dios, que estaba en la Religión, que me ha concedido muchas gracias y muchos medios para salvarme… ¿Qué he hecho para perder tanto bien…? ¿Cómo he sido tan ciega…? ¡Y ya no hay remedio…! También me acuerdo de mis Comuniones, de que era su novicia, pero lo que más me atormenta es que amaba a Nuestro Señor muchísimo… Lo conocía y era todo mi tesoro… No vivía sino para Él… ¿Cómo ahora podré vivir sin Él…? Sin amaro…, oyendo siempre estas blasfemias y este odio. siento que el alma se oprime y se ahoga… Yo no sé explicarlo bien porque es imposible”.
Más de una presencia la lucha encarnizada del demonio para arrebatar a la misericordia divina tal o cual alma que ya creía suya. Entonces los padecimientos de Josefa entran, a lo que parece, en los planes de Dios, como rescate de estas pobres almas, que le deberán la última y definitiva victoria, en el instante de la muerte.
“El diablo estaba muy furioso porque quería que se perdieran tres almas… Gritaba con rabia: ‘Que no se escapen…! ¡Que se van…! ¡Fuerte…! ¡fuerte! “Esto así, sin cesar, con unos gritos de rabia que contestaban, de lejos, otros demonios. Durante varios días presencié estas luchas”.
“Yo supliqué al Señor que hiciera de mi lo que quisiera, con tal que estas almas no se perdiesen. Me fui también a la Virgen y Ella me dió gran tranquilidad porque me dejó dispuesta a sufrirlo todo para salvarlas, y creo que no permitirá que el diablo salga victorioso” (…). “El demonio gritaba mucho: ¡No la dejéis…! ¡estad atentos a todo lo que las pueda turbar…! ¡Que no escapen… haced que se desesperen…! Era tremenda la confusión que había de gritos y de blasfemias. Luego oí que decía furioso: ¡No importa! Aún me quedan dos… Quitadles la confianza… Yo comprendí que se le había escapado una, que había ya pasado a la eternidad, porque gritaba: Pronto… de prisa… Que estas dos no se escapen… Tomadlas, que se desesperen… Pronto, que se nos van.
“En seguida, con un rechinar de dientes y una rabia que no se puede decir, yo sentía esos gritos tremendos:
¡Oh poder de Dios que tienen más fuerza que yo…! ¡Todavía tengo una…, y no dejaré que se la lleve…! El infierno todo ya no fué más que un grito de desesperación con un desorden muy grande y los diablos chillaban y se quejaban y blasfemaban horriblemente. Yo conocí con esto que las almas se habían salvado. Mi corazón saltó de alegría, pero me veía imposibilitada para hacer un acto de amor. Aún siento en el alma necesidad de amar… No siento odio hacia Dios como estas otras almas, y sufriría para evitar que Nuestro señor sea injuriado y ofendido. Lo que me apura es que pasando el tiempo seré como los otros. Esto me hace sufrir mucho, porque me acuerdo todavía que amaba a Nuestro Señor y que Él era muy bueno conmigo. Siento mucho tormento, sobre todo estos últimos días. Es como si me entrase por la garganta un río de fuego que pasa por todo el cuerpo, y unido al dolor que he dicho antes. Como si me apretasen por detrás y por delante con planchas encendidas…
No sé decir lo que sufro… es tremendo tanto dolor… Parece que los ojos se salen de su sitio y como si tirasen para arrancarlos… Los nervios se ponen muy tirantes. El cuerpo está como doblado, no se puede mover ni un dedo… El olor que hay tan malo, no se puede respirar, pero todo esto no es nada en comparación del alma, que conociendo la bondad de Dios, se ve obligada a odiarle y, sobre todo, si le ha conocido y amado, sufre mucho más…”.
Josefa despedía este hedor intolerable siempre que volvía de una de sus visitas al infierno o cuando la arrebataba y atormentaba el demonio: olor de azufre, de carnes podridas y quemadas que, según fidedignos testigos, se percibía sensiblemente durante un cuarto de hora y a veces media hora; y cuya desagradable impresión conservaba ella misma mucho más tiempo todavía.
Descripción del Infierno de Santa Teresa de Ávila
Santa Teresa refiere que, estando un día arrebatada en espíritu, Nuestro Señor se dignó asegurarle su eterna salvación, si continuaba sirviéndolo y amándolo como lo hacía; y para aumentar en su fiel sierva el temor del pecado y de los horribles castigos que trae, quiso dejarle entrever el lugar que habría ocupado en el infierno, si hubiese continuado en sus inclinaciones al mundo, a la vanidad y al placer.
“Estando un día en oración, dice, me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis pecados. Ello fué en brevísimo espacio; mas aunque yo viviese muchos años, me parece imposible poder olvidárseme. Parecíame la entrada a manera de un callejón muy largo y estrecho, a manera de horno muy bajo y oscuro y angosto. El suelo me parecía de una agua como lodo muy sucio y de pestilencial olor, y muchas sabandijas malas en él. Al cabo estaba una concavidad metida en una pared, a manera de una alacena, adonde me vi meter en mucho estrecho. Todo esto era delicioso a la vista en comparación de lo que allí sentí: esto que he dicho va mal encarecido.
Esto otro me parece que aun principio de encarecerse cómo es; no lo puede haber, ni se puede entender; mas sentí un fuego en el alma, que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es, los dolores corporales tan incomportables, que por haberlos pasado en esta vida gravísimos, y según dicen los médicos, los mayores que se pueden pasar, porque fué encogérseme todos los nervios, cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y aún algunos, como he dicho, causados del demonio, no es todo nada en comparación de lo que allí sentí, y ver de que había de ser sin fin y sin jamás cesar. Esto no es, pues, nada en comparación del agonizar del alma, un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sensible, y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo lo encarecer; porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco; porque ahí parece que todo os acaba la vida, más aquí el alma mesma es la que se despedaza. El caso es que yo no sé cómo encarezca aquel fuego interior, y aquel desesperamiento sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quién me los daba, mas sentíame quemar y desmenuzar, a lo que me parece, y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor.
Estando en tan pestilencial lugar tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse, ni echarse, ni hay lugar, aunque me pusieron en este como agujero hecho en la pared, porque estas paredes, que son espantosas a la vista, aprietan ellas mesmas, y todo ahoga: no hay luz, sino todo tinieblas oscurosísimas. Yo no entiendo cómo puede ser esto, que con no haber luz, lo que a la vista ha de dar pena todo se ve. No quiso el Señor entonces viese más de todo el infierno, después he visto otra visión de cosas espantosas, de algunos vicios el castigo: cuanto a la vista muy más espantosas me parecieron; mas como no sentía la pena, no me hicieron tanto temor, que en esta visión quiso el Señor que verdaderamente yo sintieses aquellos tormentos y aflicción en el espíritu, como si el cuerpo lo estuviera padeciendo.
Yo no sé cómo fué, más bien entendí ser gran merced, y que quiso el Señor que yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia; porque no es nada oírlo decir, ni haber ya otras veces pensado diferentes tormentos, aunque pocas (que por temor no se llevaba bien mi alma), ni que los demonios atenazan, ni otros diferentes tormentos que he leído, no es nada con esta pena, porque es otra cosa: en fin, como de dibujo a la verdad, y el quemarse acá es muy poco en comparación de este fuego de allá. Yo quedé tan espantada, y aún lo estoy ahora escribiéndolo, con que ha casi seis años, y es ansí, que me parece el calor natural me falta de temor, aquí donde estoy; y ansí no me acuerdo vez, que tenga trabajo ni dolores, que no me parezca nonada todo lo que acá se puede pasar; y ansí me parece en parte que nos quejamos sin propósito.
Y así torno a decir, que fué una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho; porque me ha aprovechado muy mucho; ansí para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida, como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor, que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles. Después de acá, como digo, todo me parece fácil, en comparación momento que se ha de sufrir lo que yo en él allí padecí. Espántame cómo habiendo leído muchas veces libros, adonde se da algo a entender de las penas del Infierno, cómo no las temía, ni tenía en lo que son. ¿Adónde estaba? ¿Cómo me podía dar cosa descanso de lo que me acarreaba ir a tan mal lugar? Seáis bendito, Dios mío, por siempre, y como se ha parecido que me queríades.
Vos mucho más a mí, que yo me quiero. ¡Qué de veces, Señor, me libraste de cárcel tan temerosa, y cómo me tornaba yo a meter en ella contra vuestra voluntad! De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan, de estos luteranos en especial (porque eran yo por el bautismo miembros de la Iglesia), y los ímpetud grandes de aprovechar almas, que me parece cierto a mí, que por librar una sola de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana”.
Supla la fe en cada uno de nosotros la visión, y que el pensamiento de las “tinieblas exteriores”, donde serán echados los condenados como basura y escoria de la tentación, nos detenga en las tentaciones y haga de nosotros verdaderos hijos de la luz!
Fin
Amigo lector, en caso de que seas ateo o incrédulo, yo como buen amigo tuyo, te sugiero pienses en tu conversión. Ven a las filas cristianas, te aseguro te hará mucho bien para el presente y para el futuro. ¡Vamos! En este adviento Cristo te espera con sus brazos abiertos y su corazón lleno de amor para sus hijos, que caminan llenos de gozo alumbrados por la luz de la gloria.