Los Zapatos del Huerfanito
Hace ya muchos años, tantos que se ha olvidado la fecha, vivía en un pueblecillo del Norte de Europa un muchacho llamado Wolff, huérfano de padre y madre, recogido a regañadientes por una tía vieja y avara, que no daba un beso a su sobrino mas que la Noche Buena y que le servía la sopa dando un gran suspiro a cada cucharada. Pero el infeliz huérfano era tan bueno que amaba entrañablemente a la vieja, aunque nunca miraba sin miedo la noble verruga que tenía en la mismísima punta de la nariz.
Como la tía de Wolff era conocida en todo el pueblo, y se sabía que guardaba no pocas monedas de oro en una media de lana, no se atrevió nunca a enviar a su sobrino a la escuela de los niños pobres; pero regateaba de tal modo la pensión y se atrasaba en el pago, que el maestro fatigado de tener un alumno tan mal vestido, le castigaba con harta injusticia y le hacía poner el casquete ominoso con las orejas de asno casi diariamente, lo cual servía de chacota a los flamantes colegiales hijos de los ricachones del pueblo.
El pobre huerfanito era el rigor de las desdichas, y siempre cuando llegaban las alegres fiestas de Navidad se ocultaba en todos los rincones para llorar en silencio. La víspera de Pascua el maestro de escuela debía acompañar a sus discípulos a la misa del gallo y conducirlos a casa de sus padres. Como en aquel año el invierno era muy riguroso y había caído días antes una gran nevada, los alumnos de la escuela se presentaron con magníficos trajes de abrigo, grandes gorras forradas de piel, confortables mitones y gruesos zapatos para pisar sobre la nieve. Sólo el pobre Wolffito fué tiritando de frío con el único traje que tenía y unos zuecos de Estrasburgo por todo calzado.
Sus compañeros se burlaban de él; pero el huérfano estaba entretenido de tal modo en soplarse los puños para hacer entrar en calor sus manos ateridas, que no reparó en nada. Y así se puso en camino la banda de chicuelos, marchando de dos en dos con el dómine a la cabeza, camino de la parroquia. En el templo lleno de luces, la temperatura era tan agradable, que los alumnos excitados por el dulce calorcillo, cuchicheaban en voz baja, contándose unos a otros los ricos manjares que les esperaban en la casa paterna.
Después hablaron los colegiales de los regalitos que les hacía Le Petit Noel, depositándolos en los zapatos que aquellos tendrían buen cuidado de dejar junto a la chimenea antes de acostarse. Con tales recuerdos brillaban de gozo los ojos de los niños, como si tuvieran ya delante la bolsita de caramelos, los soldados de plomo los caballos de cartón y los tambores con que pronto atronarían la casa. El pobre Wolffito sabía por experiencia que la vieja avara lo mandaría a acostarse sin cenar; pero convencido de que había cumplido puntualmente sus deberes durante todo el año, esperaba que Le Petit Noel no se le olvidase. Por su parte, el huérfano pondría sus zuecos junto a la chimenea.
Terminó la misa de media noche, y la banda de colegiales, siempre de dos en dos, y siguiendo al pedagogo, salió de la iglesia. En el pórtico, sobre un nicho ojival, dormía un niño. Cubría su cuerpo una túnica de lana blanca, y tenía desnudos los pies a pesar del frío. No era un mendigo, sin duda, porque su túnica era nueva, y cerca de él se veía una sierra, un martillo, una hacha y otros útiles de carpintería.
La luz de las estrellas iluminaba su rostro, que tenía una divina expresión de dulzura; sus cabellos eran largos y rubios, y formaban una aureola alrededor de su frente… Pero sus pies, azotados por el cierzo de esa cruel noche de diciembre, estaban amoratados. Los colegiales embutidos en sus magníficos trajes, pasaron junto al vagabundo con indiferencia; algunos lo miraron con el desprecio que sienten los ricos hacia los pobres.
Sólo Wolff, que salía el último de la iglesia, se detuvo ante el hermoso niño que dormía
-¡Qué lástima!- pensó el huerfanito;- este pobre va sin zapatos con un tiempo tan frío, e impulsado por su buen corazón, Wolff se quitó el zueco del pie derecho, lo colocó ante el niño dormido, y como pudo, ya marchando en un pie, o chapoteando con el otro desnudo sobre la nieve, volvió a casa de su tía.
-¡Mire usted!, gritó la vieja llena de furor en cuanto vió al descalzo. –¿Qué has hecho con tu zueco, majadero?
Wolffito no sabía mentir, y aun cuando tiritaba de terror, al ver crisparse los grises pelos de su tía, empezó con voz balbuciente a relatar su aventura. Pero la vieja avara soltó una carcajada estrepitosa.
-¿Ah!, ¿Con que el caballero se quedó descalzo para socorrer a los mendigos? Con que el caballero descabala su par de zuecos por un perdido cualquiera?... Eso sí que es cosa nunca vista… Pues bien: ya que has hecho esto, voy a poner en la chimenea el zueco que te quede y Le Petit Noel pondrá dentro esta noche algo con qué sacudirte el polvo cuando te levantes. ¡Ya verás! Mañana estarás a pan y agua, y veremos si otra vez das tus zuecos al primer vagabundo que te encuentras.
Y la mujer, después de haber dado al pobre niño un par de cachetes, lo hizo subir al camaranchón, en donde estaba su camita. El niño, desesperado, se acostó a obscuras y se durmió, cubriendo de lágrimas la almohada. Pero al día siguiente, cuando la vieja, desvelada por el frío y molestada por el catarro, bajó a la sala, encontró ¡oh, maravilla!, toda la chimenea llena de juguetes magníficos, soberbias cajas de bombones, riquezas de todas clases; y ante este tesoro, el zueco derecho que su sobrino había regalado al vagabundo, estaba colocado junto al izquierdo, que ella había depositado por su propia mano y en el que pensaba poner unas cuantas varas de fresno.
Wolffito acudió presuroso al oír las exclamaciones de su tía, extasiada ante riqueza tanta, y ambos admiraban los ricos regalos de Noel, cuando interrumpió su conversación el ruido de sonoras carcajadas. La mujer y el niño salieron para averiguar lo que aquello significaba, y vieron a todas las comadres reunidas alrededor de la fuente pública. ¿Qué pasaba? Una cosa tan cómica como extraordinaria. Los hijos de todos los ricachos de la población, aquellos a quienes sus padres querían sorprender con los más bonitos regalos, no habían encontrado más que varas de fresno en sus zapatos.
Entonces el huerfanito y la vieja, pensando en las riquezas que estaban amontonadas en su chimenea, se sintieron llenos de pavor. De pronto se vió llegar al señor cura con la fisonomía profundamente alterada. Encima del banco colocado a la puerta de la Iglesia, y en el mismo sitio en que la víspera, y a pesar del frío, había colocado su cabecita un niño de blanco vestido y pies descalzos; el sacerdote acababa de ver un círculo de oro incrustado en las piedras.
Todos se santiguaron devotamente, comprendiendo que aquel hermoso niño dormido que tenía al lado las herramientas de carpintero, era Jesús de Nazareth en persona, que había vuelto a ser por una hora lo que fué cuando trabajaba en casa de sus padres, e inclinaron la cabeza ante aquel milagro que el Dios de las bondades había querido hacer para recompensar la caridad de un niño.
Francisco Coppé
Tomado del Libro “Alma Latina”
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