Abuelita
(un cuento de Godofredo Daireaux)
Godofredo Daireaux (1839-1916) es uno de los más finos exponentes de las letras argentinas. Tuvo una abuela a la que adoró, y a la que dedicó esta hermosa narración. Desde que murió “el viejo”, como, en su cariño más familiar que respetuoso, solían los hijos llamar al autor de sus días, la familia había pasado por momentos harto difíciles. El campo, comprado al Gobierno a plazos largos, no estaba pagado todavía, sino en parte, y si cada año traía consigo su vencimiento inexorable, no siempre traía los medios de aguantar el golpe.
Mientras dura el jefe de la familia, la tarea es relativamente fácil: por tal que los muchachos obedezcan al padre y trabajen, todo va bien. La experiencia del viejo, los amigos que lo protegen, y, en un caso, lo ayudan; una firma en el Banco, una prórroga oportuna, un préstamo, aunque sea, suavizan el paso, y mal que mal, se llega a la orilla.
Una vez desaparecido él, cambia de tono la cosa; no hay quien mande y menos quien obedezca; cada uno tira por su lado; la madre gasta sin saber y deja gastar sin contar; los amigos tienen poca fe y no ayudan; los protectores, si no se retiran, hacen algo peor y buscan cómo apoderarse despacio del bien codiciado; las aves negras lo pastorean; los muchachos no las saben espantar, y, a veces, la misma madre les da de comer.
Pero, no todas son así, y doña Carmen Linares, sin ser más que una madre vigilante, supo resistir los ataques de todo género, con una habilidad tanto mayor, cuanto menos vistosa. Era ella una perfecta china. El finado la conoció, cuando, joven, vino con una haciendita del padre, a ocupar, en la frontera, campos del Estado. Nació un hijo, nacieron varios; el campo, despoblado y sin dueño, fue comprado y se volvió estancia; las haciendas se multiplicaron y, con los años, alcanzó a correr parejo su aumento con el de la familia.
Y presentó ésta la imagen acabada de la vida feliz del pastor, no ya nómada, sino arraigado en inmensa tierra propia, con sus numerosos rebaños y rodeos, libre de los mil afanes propios de las regiones de población tupida; de pocos recursos, es cierto, pero de tan pocas necesidades, que casi todas las llenan ampliamente los productos de la hacienda; vida de que sólo, en nuestros días, puede todavía y podrá, por muy poco tiempo más, gozar el pastor argentino, en la fértil llanura pampeana.
Pues, cuando murió don Lorenzo, los hijos –fuera de dos o tres ya mozos-, eran todavía niños, y doña Carmen, aunque prematuramente envejecida por su exuberante producción de vástagos, a pesar de su tipo pampa acentuado, muy bien hubiera podido, ayudada por el aliciente del extenso campo de su propiedad, encender los deseos y sobre todo la codicia de más de un desocupado.
Pero, por suerte, no fué así, y si, por descuido, prendió algún fuego, se apresuró en apagarlo, antes que se volviera quemazón. Mamita, como la llamaban entonces, se contentó con ser sencillamente el centro de la familia, lo mismo que lo había sido el finado; y, si no podía prestar a los suyos los mismos servicios que él, su experiencia de mujer de campo le permitía guiar con acierto a su hijo mayor, capataz y mayordomo de la estancia, al cual escuchaban y obedecían los otros, sin rezongar, porque así lo mandaba Mamita.
Los trabajos se hacían bien, y en su tiempo, pagándose como se podía los vencimientos al Gobierno. A veces, cuando no alcanzaban para ello los recursos, hubo grandes inquietudes; no faltaron usureros para tratar de aprovechar la bolada, tendiendo la soga salvadora, cuyo nudo corredizo ahorca al auxiliado; pero todo se pudo evitar; y llegó el momento en que, vencidos todos los obstáculos, pagado el campo, poblada la estancia con numerosas y buenas haciendas, se encontró Mamita, rodeada de su gente, como general victorioso, por su Estado Mayor, después de larga batalla.
Pocos años después, una boquita sonrosada de criatura le cambió, balbuceando, el nombre de Mamita por el de Abuelita; y con el pasar de los años, sus hijos, desdeñosos, a pesar de su fortuna asentada ya en cimientos sólidos, y siempre creciente de ir a la ciudad, “al chiquero grande”, como decían, comer carne cansada, cuando, en su casa, podían mascar a su gusto la carne firme y jugosa de la res de su marca, recién carneada, fueron formando, sin cesar, alrededor de ella, como una aureola de florecientes retoños.
Abuelita no dejaba de contemplar con cierto asombro, entre las muchas cabelleras lacias y renegridas que la rodeaban, algunas cabecitas blancas, coronadas de pelo rubio, que sonreían con sus ojos de cielo, a su cara cobriza y siempre sería de hija legítima de la Pampa ruda.
En Tiempos de la Abuela
Una niña llegó muy sorprendida de casa de su abuelita y le dijo a su mamá:
-Mamá, yo creo que mi abue es muy, muy viejita.
-No tanto –respondió la madre-. ¿Por qué lo dices?
-Porque me estuvo contando de cuando ella era chiquita, -contestó la pequeña-. Me dijo que, en sus tiempos, la televisión era en blanco y negro. ¡Imagínate! El teléfono era un aparato grande y pesado, y no era inalámbrico. ¡Y no había teléfonos celulares! Tampoco existían las computadoras, ni los cajeros automáticos, ni los ipod, y las cámaras no eran digitales, sino que tenían una como película que venía dentro de un rollo, y que había qué llevar a revelar a una tienda especial.
“Dice que cuando ella era niña, jugaba en la calle con otros niños, y nadie los regañaba, ni les hacía daño. No existían los videojuegos (¡qué feo!), así que inventaban juegos y ella misma hasta les hacía los vestidos a sus muñecas. ¡Sabía coser y sólo tenía mi edad, mamá!
“Ah, y cuando querían escuchar música, ponían en sus aparatos, que no eran modulares sino unos armatostes muy pesados que ocupaban media pared, unos discos negros grandísimos, como tortillas aplastadas, que sonaban muy mal. ¡No existían los CD’s!
“Ay mamá, ¿pues en qué tiempos tan raros vivió la abuela cuando era chiquita?” La madre, que había estado sonriendo durante todo el relato, acarició a su hijita y le dijo:
-Tu abuela nació en una época maravillosa. El mundo era muy distinto entonces. No había tantos adelantos como ahora, pero las calles eran seguras, tan seguras que los niños podían jugar ahí.
“Era un tiempo en que la comida era natural y no tenía tantos conservantes. Los alimentos eran frescos y las verduras no se cultivaban en un suelo lleno de pesticidas. Cuando el olor de un pastel recién horneado en la cocina llenaba toda la casa de perfume y de calor de hogar. Cuando nadie sabía qué era la comida rápida ni la comida chatarra. “En aquel entonces, los niños no se pasaban horas y horas en Internet o en el Nintendo, sino que creaban mundos imaginarios y se divertían muchísimo con juguetes sencillos.”
“Eran épocas donde el aire era claro y el cielo muy azul, cuando no había contaminación, cuando los ríos, los lagos y los mares estaban limpios y tenían aguas cristalina, llenas de vida. Donde los campos eran muy verdes y nadie sabía que existía algo llamado calentamiento global…
“Cuando tu abuela era niña, la gente vivía mucho más tranquila y tenía más tiempo para divertirse, porque no tenía qué trabajar tanto como ahora… Por lo general, las mamás no salían a la oficina, sino que se quedaban en casa con sus niños, ayudándoles a hacer su tarea, educándolos, pasando con ellos muchas horas y construyendo bellos recuerdos. Era un mundo donde las familias estaban muy unidas y las cosas eran mucho más simples que ahora…”
La niña se quedó en silencio, reflexionando. Observándola, la madre pensó para sí:
“Sí, el mundo ha cambiado, y no para bien. El cambio ha sido rápido y violento. Porque mamá, la abuela de mi hija, sólo tiene 54 años…”
-Mamá…
-¿Sí, mi vida?
-¡Qué bonito debió ser el mundo en los tiempos de mi abuelita!
Tomado del Libro: “El Mejor Regalo de Amor para las Abuelitas”
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