HISTORIA DE LA MÚSICA POPULAR MEXICANA
El Mestizaje Sonoro
El nacimiento de los estilos nacionales
(continuación)
Tal parece que la excesiva vitalidad y sensualidad de las producciones musicales del país propiciaron su mala fama; en 1802 el virrey de Marquina, por medio del Tribunal de la Real Sala del Crimen, prohibió el licencioso “Jarabe gatuno”, declarando que “los transgresores sufrirán pena de vergüenza pública y dos años de presidio”; el castigo ejemplar se extendió incluso a los espectadores, que sufrirían dos meses de cárcel. Aun así, perseguida, vilipendiada y prohibida, la música mestiza logró colarse en la “sociedad decente” hasta aparecer, como hemos visto, en el lugar de honor: el Teatro Coliseo.
Al iniciarse la guerra de independencia, los jarabes, los mismo que la imagen de la Virgen de Guadalupe, se convirtieron en verdaderos símbolos del espíritu nacional. Incluso el jarabe llegó a ser adoptado como una especie de himno por las tropas revolucionarias. Algunos de aquellos jarabes o sones famosos como “Los enanos”, “El gato”, “El palo” y “El perico” han llegado hasta nuestros días en antiguas recopilaciones y aún forman parte de la tradición popular.
La Marquesa Calderón de la Barca describe de la siguiente manera sus impresiones acerca de los bailes y cantos populares observados durante un paseo por el canal de la Viga, realizado en 1840:
En el fondo de una chinampa estaba recostado un haragán rasgueando una guitarra, y dos o tres mujeres que bailaban con ritmo monótono, cantando al mismo tiempo al son de la música. Entre otros bailes ejecutaban el de “El palomo”, uno de sus favoritos. A pesar de su monotonía, era tan bello el ritmo y las mujeres le cantaban con tal adormecida dulzura, y sonaba la música tan acariciante, que me quedé en un estado de agradabilísimo ensueño y de perfecto deleite; y sentí tristeza cuando al llegar al desembarcadero tuvimos que regresar al coche y a la civilización, sin más recuerdos de las chinampas que unas cuantas guirnaldas de flores.
Aires Nacionales
El Jarabe
En 1844, en una colección de jarabes pertenecientes al compositor Felipe Larios, aparecen los mismos sones antiguos como “El café”, “El sacamandú”, junto con algunas novedades que aluden a la coyuntura histórica de la invasión estadounidense, como “El yankee” y “El artillero”. Una vez consumada la Independencia, los bailes y cantos del país adquirieron carta de naturaleza. Se les escuchaba en los más disímbolos lugares. Lo mismo en fiestas pueblerinas, reuniones de salón que –lo que es más notable- en los conciertos de categoría.
Aun los más famosos solistas extranjeros tuvieron por costumbre congraciarse con los públicos locales, incluyendo en sus programas alguna pieza típica. En 1844, el famoso violonchelista alemán Maximiliano Boherer, incluyó en su recital una pieza intitulada “El carnaval de México”, formada por los más populares sones del país. El éxito fue instantáneo; la novedad se convirtió en una obligación para los artistas visitantes. En 1850, el vienés Enrique Hera compuso como halago para sus oyentes unos Aires nacionales mexicanos basados en los más famosos sonecitos del país.
Los jarabes, antes tan perseguidos, ahora se bailaban y cantaban con el beneplácito de todos, anticipándose a las peticiones; las compañías francesas e italianas de danza, incluían en su vestuario los disfraces de china poblana y de ranchero. Las condiciones eran ideales para que una obra salpicada de jarabes y aires nacionales como Un paseo en Santa Anita, del compositor mexicano Cenobio Paniagua (1821-1892), estuviese entre los estrenos más memorables del Teatro Nacional.
La música nacional se había impuesto definitivamente. Como fenómeno interesante habría que recordar que en aquellos años que registran a los gobiernos de Santa Anna, Comonfort y Juárez, así como durante la Intervención francesa, existió una entusiasta, ingenua y democrática camaradería entre la música popular y la producida por los compositores cultos. La sabrosa invención anónima, la inspiración popular, fueron acogidas sin el menor rasgo de desprecio por los compositores de salón. La interacción de lo popular y lo culto era absolutamente normal. Gracias a la actitud de todos estos compositores, se pueden conocer casi intactas algunas de las melodías populares del momento. El músico, médico y patriota don Aniceto Ortega (1824-1875), autor de la “Marcha Zaragoza”, dedicada al vencedor de Puebla, y de la ópera nacionalista Guatimotzin, que tenía entre sus joyas un híbrido vals-jarabe y una viola tricolor, hizo uso generoso de los temas populares, de la misma manera que años más tarde Julio Ituarte (1845-1905) escribiría un capricho de concierto intitulado Ecos de México.
Como culminación de la aceptación oficial y fecha clave que marca el principio de la proyección internacional de las melodías típicas, habrá que recordar el año 1884 no sólo como fecha de una de las reelecciones de Porfirio Díaz, sino como el año de la fundación de la primera orquesta típica mexicana. Con la ayuda y bendición de los maestros clásicos del Conservatorio, y bajo la dirección de Carlos Curti, la orquesta inició sus actividades con un popurrí de Aires nacionales mexicanos que pronto se pasearía por la Exposición Universal de Nueva Orleans. Empezaba así la línea genealógica de las típicas mexicanas.
La canción sentimental
Otra vertiente por la que transcurrió la canción mexicana, durante la segunda mitad del siglo XIX, es decir, desde la caída del imperio de Maximiliano hasta los primeros años de la dictadura porfirista (1862-1900), es la que corresponde a la “canción de autor”. Se trataba de una canción emotiva, de añoranza y de queja amorosa la mayoría de las veces. Una verdadera pléyade de autores (gran parte de ellos olvidada en la actualidad) producían sin cansancio canciones para ese abundante público que no sólo escuchaba pasivamente como sucede ahora, sino que también era capaz de cantar y ejecutar algún instrumento.
En consecuencia, el negocio en las editoriales era próspero. Las canciones se vendían como pan caliente. Y alcanzaban un crecido número de ediciones. Todos esos autores de moda cultivaban un género definible no tanto por su forma cuanto por su contenido que prefigura de cierta manera los temas preferidos por la canción romántica muy posterior: abandonos, enamoramientos, encuentros y desencuentros amorosos, despedidas y descripciones de la amada. Una de las formas musicales preferidas fue la romanza de tipo italiano al estilo de “Guarda esta flor” de Melesio Morales (1838-1908), la romanza “la huérfana” de Ángela Peralta (1845-1883), la sentimental “Te amo” publicada en 1892 por Lerdo de Tejada. También eran frecuentes las canciones de tipo campirano cuyos modelos más cercanos fueron las canciones del centro de la república, característicamente escritas en ritmos ternarios, pero usando claramente las asimetrías típicas de la canción mexicana.
Armónicamente, lo más notable en estas canciones era el uso de melodías dobladas en terceras o sextas. Los ejemplos abundan: desde la conmovedora “Marchita el alma”, atribuida por don Rubén M. Campos al compositor de Silao Antonio Zúñiga, obras anónimas como “Montes lóbregos”, “De qué le sirve al hombre”, hasta la “Canción de despedida”, cantada allá por 1877 por la célebre cantante Ángela Peralta en una función de despedida, cuya primera estrofa era entonada por todo mundo: “Yo te amé porque creía que también me amabas tú, ay, dulce encanto de mi vida, sueño de mi juventud”. La canción, en forma de danza, manifiesta una interesante mezcla: el estilo ranchero, campirano y una cierta reminiscencia de habanera.
Una de las formas más populares de la primera mitad del siglo fué precisamente la habanera. Este ritmo tuvo su origen en la contradanza cubana de principios del siglo XIX que alcanzó su apogeo con las creaciones del cubano Manuel Saumell (1817-1870), dando la vuelta al mundo y conociéndose en toda Europa como contradanza cubana o danza habanera. Su ritmo característico de 6/8 apareció en multitud de obras mexicanas de la época, simplemente tituladas “danza”. Su ritmo oscilante y el flujo suave de la melodía se adaptan perfectamente a los efluvios sentimentales de las canciones mexicanas.
“La golondrina”, de Narciso Serradel (1843-1910), nuestra simbólica canción de despedida, insustituible a lo largo de todo un siglo y popular desde 1862, está descrita en ese estilo de danza habanera, aunque tamizado con cierta peculiar nostalgia y lentitud en el ritmo que ya resultan muy mexicanas. El repertorio de danzas es infinito; bastaría mencionar la célebre “Perjura” de Miguel Lerdo de Tejada, “Yo no sé si sufrir” de Jesús García, “Alma y corazón” de Elorduy y las célebres “Danzas humorísticas” de Felipe Villanueva, el estilista del género.
Una Audición musical
Cadencia anecdótica
La audición efectuada ayer en la alameda de Santa María la Ribera fué un nuevo triunfo para la inspección general de la enseñanza de la música que la organizó, y un motivo más de elogio para los alumnos y alumnas que concurren a las escuelas nocturnas para obreras del Distrito Federal. El concierto fué un éxito. A las diez y media de la mañana se inició, colocándose los coros de los alumnos en el Pabellón Morisco. En el centro de éste, se colocó la banda militar del Estado Mayor, que fué la que cooperó en el concierto y la que ha instrumentado las canciones populares escuchadas.
Dadas las magníficas condiciones acústicas del quiosco de Santa María, las voces se escuchaban con claridad y se escuchaban desde lejos del jardín. A ello, sin duda alguna, cooperó la buena voluntad de los muchachos, que cantan ya con amor e interés.
Las canciones que entonaron los coros fueron “Las mañanitas”, “Dolores ¡ay!”, “A la orilla de un palmar”, arregladas por el maestro Manuel M. Ponce, y “Cómo corre la vida”, compuesta por el profesor J. M. Morales. Además, la banda del Estado Mayor tocó la Obertura 1812 de Tchaikovsky, Silvia de Leo Delibes, Andante de la Cuarta sinfonía de Mendelssohn y el vals “Adelina” de Hutt. Al final del concierto se cantó el himno patrio.
El Día, México, D.F., 1913
(continuará…)
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