Junto al templo de San Antonio, al lado derecho, pasa la acequia de la primera obra hidraúlica de la región, a la mitad hay un puentecillo y frente a él una casa en ruina que no se habita desde el año de 1943.
Pocos recuerdan a su última dueña, Doña Rita Mancera de Fernández, viuda en la mejor etapa de su vida, guapa, bondadosa, caritativa, compasiva, rica y sin obligaciones.
Un día llegó una familia de pobres a pedirle en caridad que los dejara vivir un tiempo en la casa que tenía abandonada y, sin dudarlo, lo concedió, regalándoles también unos camastros y alguna ropa.
Los primeros días vivieron en santa paz y, con la caridad de los vecinos, pudieron comer bueno y caliente.
Como al mes de su llegada comenzaron a ocurrir sucesos a los que no les dieron más importancia que la extrañeza.
La alarma se desató una noche, cuando la abuela Julia, ya entrada en años, tuvo urgencia de evacuar debido a la laxitud que les había causado algún alimento.
Los padres, Leopoldo y Ramoncita, se vieron obligados a acompañarla al retrete y los hijos tuvieron miedo de quedarse solos y los siguieron. El lugar a donde iban, como era costumbre, se encontraba en el extremo de la casa, junto al corral.
Bajaban a tientas las gradas que conducían al retrete y las gallinas a coro, en forma muy lastimera, emanaban de su cuello un ruido gutural muy desagradable, como si algo o alguien las aterrara. Repetían: quírrr, quirrr, quir... en forma tenebrosa.
Para colmo, inesperadamente, un aire frío apagó la única vela que los iluminaba y se sintió el paso de una sombra pesada que los hizo temblar.
Al poco rato el alboroto de las gallinas cesó, se pudo encender de nuevo la vela y se desató la carrera al baño, menos mal que era de agujeros y que alcanzaron para todos.
Los días siguientes se tuvo que hacer uso del retrete en forma programada y antes del oscurecer; sin embargo, los ruidos extraños y las quejas de las gallinas nunca cesaron.
Así que no tuvieron más remedio que abandonar esa casa y buscar refugio en una vecindad situada un poco adelante, sobre la calle de Morelos.
La dueña de la casa entendió las señales, mandó hacer reparaciones, sacó el entierro e hizo que se celebraran 40 misas gregorianas por el eterno descanso de las ánimas de esa habitación que no encontraban la paz.
Desde entonces, nadie ha sabido de ella, ni de los albañiles que hicieron los arreglos.
Ahora esa casa se usa como guarida de las campañas secretas de un partido político. Ya no hay gallinas que se espanten con el muerto, más bien el muerto está espantado con los trafiques de los persignados de sangre azul y espíritu desteñido que lo visitan.
Tomada del Libro: "Del Río y del Valle, Cuentos y otras narraciones" de Tarsicio Salgado Tovar
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