Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

jueves, 5 de julio de 2012

Narraciones

El Gobierno Mundial
Por : R M P

¿Qué opina usted sobre el propósito de LOS REYES DEL MUNDO de implantar: “UN GOBIERNO MUNDIAL”? Yo creo que no puede tener el éxito que ellos esperan. No es posible que todas las naciones del mundo acepten como borreguitos un yugo de tal naturaleza, cuando cada nación conserva su nacionalismo, sus costumbres, su propio idioma, sus creencias religiosas, su economía, sus Instituciones políticas, que en conjunto hacen ser lo que se llama UN PAÍS soberano. ¡Ah!, pero a los reyes del mundo no les importa nada de eso. Están acostumbrados a pisotear estos sagrados atributos que Dios concedió a cada pueblo que llamamos: “LA PATRIA QUERIDA”, y que tenemos la obligación y el deber de defenderla frente a cualquier amenaza externa.

Por eso, cada nación tiene su bandera y su himno patrio. Entonces, ese Gobierno Mundial resulta ser notoriamente lesivo, dañino e inaceptable, porque afecta la autodeterminación de los pueblos y su libertad, sin estar sujetos a los caprichos de los hombres de otras naciones. Pero los interesados en implantar ese Gobierno Mundial, validos de sus enormes recursos económicos y militares han determinado ser los dominadores del mundo. ¿Lo conseguirán? Yo pienso que no... Porque en primer lugar: Así tiene Dios Nuestro Señor ordenado el mundo, el cual se divide en naciones. Cada nación tiene su propio idioma, su color, su manera de gobernarse; en fin su propio nacionalismo, etc. Por todo esto y mucho más, por eso creo yo que no lograrán su propósito. Pero ellos, los Reyes del Mundo, insisten. Al respecto escriben:

“Guste o no, tendremos un Gobierno Mundial. La única cuestión es si será por concesión o por imposición” James Warburg. Otra:

“Una gran conflagración final amplificada por la crisis entre el Islam y el Judaísmo, será necesaria para establecer definitivamente el Gobierno Mundial”. Albert Pike.

Pero otros pensadores les contradicen con sobrada razón al escribir: “Creen que pueden ocupar el lugar de Dios, ninguna nación ni hombre merece respeto para ellos, sino en función de lo que les sea útil o no. Están convencidos y creen que el futuro está bajo su control. Chesterton. Otra más:

¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos meditan cosas malas y vanas? Se levantan los Reyes de la tierra y los príncipes conspiran juntos contra Dios y contra su Mesías diciendo: ¡Rompamos sus ataduras y sacudamos su yugo! Salmo 2.

Naturalmente, no todos pueden estar dispuestos a aceptar ser gobernados por un poder extraño y porque como dije antes: “Dios tiene ordenadas las cosas de otro modo”.

Creo yo, que los interesados en imponer ese Gobierno Mundial deben tener en cuenta que sus naciones que son Inglaterra, EE.UU. y Holanda son ya aborrecidos por varios países y no es de esperar que acepten ese tipo de gobierno antidemocrático, ajeno a sus instituciones nacionales.

Por ejemplo: Cuba no ha sido doblegada frente el poderío del Tío Sam. Caro le ha costado su libertad, pero don Fidel Castro se ha mantenido firme y lleva muy buena amistad con la China Continental de Mao. Tenemos a la Rusia (su aliada en la segunda Guerra Mundial) que fué rechazada en Afganistán por los EE.UU. con la ayuda de Bin Laden y el Rey Hussein de Irak; que posteriormente Bin Laden fué perseguido y Hussein ahorcado en su propio país por el gobierno adicto al invasor norteamericano. Todo esto y más sucedió y lo llamaron “Guerra Fría” y no creo que ya se les haya olvidado esta mala acción a los Rusos. Tampoco al Irán de los Ayatolas, que fué agredido por Hussein se les puede olvidar el comportamiento de los EE.UU. Cada día crece más y más, el odio de los países árabes contra Israel y los Estados Unidos. Por lo que es imposible que acepten ese Gobierno Mundial.

Tampoco creo, que ya se les olvidó A LOS JAPONESES LO QUE LOS NORTEAMERICANOS LES HICIERON EN HIROSHIMA Y NAGAZAKI. Tampoco han olvidado los argentinos lo que les hicieron los ingleses por el asunto de las Islas Malvinas.

Los chinos de la China Continental, tienen incrustado muy adentro el odio que les infundió Mao Tse Tung en contra del Imperialismo Inglés, Francés y Norteamericano. Por tal motivo, no es de esperarse que esta gran Nación les acepte su código esclavista del Gobierno Mundial. Pero ellos, los Reyes del Mundo, están empeñados en lograr la dominación mundial a cualquier precio. Yo pienso; “Bueno, pues todavía falta la voluntad de Dios. Pero los Reyes del Mundo y del dinero no hay quien los detenga. Están completamente saturados de soberbia y por eso desafían a todo el mundo”.

Pues según eso, los “meros, meros” que están impulsando la imposición del Gobierno Mundial, que casi nadie conoce porque operan en lugares muy secretos, debido que son adoradores del Rey del infierno. Manejan un ritual especial en sus ceremonias. Todo esto y mucho más ha sido detectado por los investigadores, que arriesgando su vida se han atrevido a divulgar esta información. Es lamentable que esos hombres hayan caído en las garras de la bestia 666 a la que se refiere el libro del Apocalipsis. Renunciando al Reino Celestial de la luz y del amor.

Pero parece ser que ellos ya están condenados a no regresar al recto camino y a no sentir en su corazón piedad alguna para sus semejantes, ni a sentir el más mínimo temor a Dios. Por lo tanto, se puede tener la seguridad que ese Gobierno Mundial no prevalecerá por que no tiene ningún vínculo con los ordenamientos sagrados que están por encima de cualquier poder por fuerte que sea que proceda del maligno. Sin embargo, se hace muy necesario que los gobernantes de cada nación, se quiten la venda de sus ojos y por ningún precio ni motivo acepten la implantación de ese nefasto y humillante Gobierno Mundial que sería el oprobio para sus naciones. Porque en este mundo, una de las cosas más hermosas es gozar de nuestra libertad.


Remedio para los Días Difíciles

Tengo una fórmula sencilla, pero efectiva, para superar el malestar que causan esos días en los que todo sale mal; consiste en recordar, o platicar, acerca de las muy raras ocasiones que ofrece la vida en que una situación en contra se convierte, por gracia de quien va a aplicar el castigo, en una circunstancia favorable. Son vivencias en las que el verdugo no sólo perdona al condenado, sino que incluso aplica la pena al acusador. Se trata de eventos muy ocasionales, en los que en corto tiempo se pasa de la angustia por la catástrofe inminente al alivio de una solución favorable, son hechos cuyo recuerdo se disfruta con una sensación especialmente agradable.

El problema de esta fórmula es que son tantos los días difíciles y tan pocas las experiencias con final feliz, que uno termina por cansar a los amigos o familiares con las mismas anécdotas. Pero aun así, y sólo por si alguien decide aplicar dicho remedio a sus propios desconsuelos, voy a relatar una de esas historias.

Sucedió durante mi estancia en Filadelfia, mientras realizaba mi posgrado en los Estados Unidos, era la época en que el deslumbramiento de una riqueza petrolera inimaginada despertó la parte filantrópica del ogro gubernamental que, por ese motivo, otorgó a granel becas bastante decorosas para realizar estudios de posgrado fuera de México, circunstancia que nos permitió a tres amigos y a mí rentar un departamento en un edificio recién estrenado, cercano a la universidad, que se anunciaba como “el más seguro y cómodo de la ciudad” pues ofrecía, entre otras modernidades, circuito cerrado de vigilancia y los elevadores más rápidos que pudieran imaginarse.

Para esta historia es importante señalar que uno de esos elevadores, el más grande, llegaba hasta el sótano y tenía acceso a una calle aledaña, que resultaba muy conveniente para las mudanzas. Como muestra o consecuencia del concepto modernista de ese edificio, todos los aparatos funcionaban allí con electricidad, incluidos la estufa y el calentador de agua, característica que sin duda –pensamos cuando lo visitamos inicialmente- iría acompañada de una factura por consumo eléctrico cuyo monto sería similar al de la renta.

Pero quizá porque fuimos de los primeros interesados, o porque uno de mis compañeros le gustaba a la subgerente, el caso es que nos ofreció un acuerdo, en principio verbal, mediante el cual sólo pagaríamos hasta un monto máximo prefijado del consumo mensual de electricidad, que por la inexperiencia de los administradores se estableció en un nivel muy por debajo del que de hecho resultó como promedio.

No obstante dicho acuerdo, la diferencia entre el consumo real y el pago máximo convenido se fué acumulando mes tras mes, y aparecía como adeudo en los recibos de renta. La diferencia entre ambas cantidades era tal, que al cabo de un año se había acumulado una suma cercana a los tres mil dólares. Al principio preguntamos si eso significaba que no se respetaría el acuerdo, pero para nuestra sorpresa y fortuna nos dijeron que no hiciéramos caso, que era un problema del sistema de cómputo y que pronto dejaría de aparecer en los recibos.

Pero como era de esperarse, el adeudo, cada vez mayor, siguió apareciendo en los recibos de forma inexorable –ya se sabe que las computadoras nunca olvidan- ante lo cual nosotros hicimos lo que nos dijeron; es decir, no nos preocupamos más del asunto y tampoco tratamos de formalizar por escrito dicho acuerdo con la administración.

Por desgracia, nuestra vida de bonanza energética duró poco tiempo y después del primer aniversario del edificio, los administradores originales, seguramente por su inexperiencia y por su propensión a celebrar acuerdos verbales, fueron despedidos, y en su lugar llegaron unos tipos con aires de grandes expertos, que recorrían el edificio con la típica actitud de soberbia y desdén, de quien viene a poner orden.

Lo primero que hicieron fué mandarnos un comunicado que el portero deslizó por debajo de la puerta, donde nos exigían pagar el adeudo a la brevedad –señalando con precisión y en números grandes la cantidad- y nos amenazaban, además, que de no hacerlo iniciarían las acciones legales para el cobro. De nada valieron nuestras explicaciones sobre el acuerdo verbal, cuya existencia, argumentábamos, la demostraba el hecho de no habernos cobrado el exceso del consumo de electricidad durante más de un año.

Como respuesta obtuvimos frases irónicas. Una mujer, que en otro tiempo y lugar con toda seguridad hubiera sido dirigente nazi, nos dijo en tono burlón que cómo era posible que unos estudiantes de posgrado, supuestamente inteligentes, hubieran confiado en un acuerdo verbal, y que era inverosímil, en todo caso, que con nuestra preparación no lo hubiéramos incluido en el contrato de arrendamiento. En pocas palabras, tenía dudas tanto del acuerdo verbal como de nuestro nivel de estudios.

Ante esa actitud de cerrazón mental, resultaba inútil insistir sobre nuestra verdad. Pero como no estábamos dispuestos a aceptar que no se cumpliera dicho acuerdo y, sobre todo, como no teníamos el dinero para pagar esa deuda ficticia, nos fuimos por el camino más fácil y frecuente en estos casos: olvidarnos del asunto y dejar que siguieran los acontecimientos. Y efectivamente, poco tiempo después los acontecimientos se presentaron en forma de un citatorio de la “Corte”, como le llaman allá, para un juicio de “pago o desalojo”.

La fecha establecida por la Corte fué el 12 de diciembre, dos días después de terminado el semestre escolar e iniciadas las vacaciones navideñas y de fin de año, motivo por el cual ninguno de nosotros quiso quedarse para acudir a los tribunales a demostrar la existencia del acuerdo, ya que el boleto de avión a México siempre lo reservábamos para, estrictamente, un día después del último examen del semestre, como lo hace todo buen mexicano que estudia en el extranjero.

Así que nos encomendamos a la Virgen de Guadalupe y nos dijimos con una ingenuidad exculpatoria que a nuestro regreso le explicaríamos al juez nuestras desventuras y razones, luego nos embarcamos en el avión respectivo que nos trajo a disfrutar las vacaciones con nuestros seres queridos, como dicen las “crónicas de sociales”.

¿y qué podría pasar en un juicio de este tipo en el que no se presenta la parte demandada? Pues que ésta es declarada ¡culpable! Por lo tanto, a nuestro regreso a Filadelfia, a mediados de enero, nos encontramos con una orden de desalojo, que también había sido deslizada por debajo de la puerta del departamento a finales del año anterior, y que debía hacerse efectiva a más tardar apenas tres días después de que la conocimos. Lo que sea de cada quien: la justicia gringa es sumamente expedita.

Aceptamos, sin más remedio, el desalojo; pero juramos que de ninguna manera pagaríamos el adeudo del consumo eléctrico ni tampoco la renta de enero. Para ello, era necesario encontrar un nuevo lugar para vivir y sacar nuestras pertenencias antes del vencimiento de la orden –ropa, libros, aparatos de música, discos y unos cuantos muebles- y así evitar que se convirtieran en garantía del adeudo. Con un plazo tan corto, la tarea no era fácil. Aún así, después de muchas peripecias, a las cinco de la tarde del día límite, contábamos con un departamento adonde ir y con un camión de mudanzas estacionado a la puerta del sótano del edificio. Nos sentíamos satisfechos de nuestro esfuerzo porque teníamos holgadas siete horas para empacar y subir nuestros bártulos al camión.

Pero nuestros problemas estaban lejos de terminar. Por principio de cuentas, ignorábamos algo que para cualquier ama de casa es elemental: de forma invariable realizar la mudanza toma más tiempo del estimado, pues por arte de magia siempre faltan cosas por empacar. Así que después de tres o cuatro horas de llenar cajas y maletas, y de tapizar el piso de la sala con papeles de los que nos deshacíamos con grandes dudas –no fuera que algún día los necesitáramos- consideramos que ya era necesario llevar las cosas al camión, sin importar si estaba o no todo empacado.

A esa hora sólo quedaba como encargado del edificio el portero de noche –personaje a quien uno de nosotros le había solicitado el elevador grande, el que llegaba al sótano, para bajar todas las cosas a la mudanza en cuestión-, y fué este mismo personaje el que llegó a decirnos que no sólo no nos prestaría el elevador, sino que tenía instrucciones de no permitirnos sacar nuestras pertenencias hasta que pagáramos lo que debíamos. Ante nuestras airadas súplicas, él se limitó a decir que únicamente cumplía con su trabajo y que nos arregláramos con el administrador al día siguiente. Pero entonces ya no tendríamos derecho a estar en el departamento y menos aún a sacar nuestras cosas.

Al cansancio y hartazgo después de varios días dedicados a este asunto, se sumó la desesperanza, de manera que caímos en ese estado mental de confusión en el que no sólo no sabíamos qué hacer, sino que estábamos abrumados por el hecho de ser y sentirnos extranjeros. Pagar esa deuda había llegado a significar para nosotros una humillación y una burla a la que no estábamos dispuestos. Pero, por el otro lado, era obvio que no íbamos a perder nuestras cosas: era todo lo que teníamos y además las necesitábamos para instalarnos nuevamente.

De pronto, en ese marasmo de papeles y latas tiradas, de cajas repletas y muebles arrinconados, en que se había convertido la sala, alguien sugirió u ordenó, ¡apoderarnos del elevador!, y salió enseguida gritando que acercáramos las cajas. Al poco rato apareció en el elevador grande. Mientras lo detenía, los demás lo llenamos y procedimos a bajar el primer cargamento al camión. Calculamos que se necesitarían alrededor de diez viajes.

Pero como era previsible, cuando regresamos al departamento a preparar el segundo embarque, nos estaba esperando el portero de noche, quien se había dado cuenta de nuestros movimientos por las cámaras de televisión y nos advirtió a gritos que si continuábamos con la mudanza llamaría a la policía. Mas como nosotros ya no podíamos hacer otra cosa, realizamos el segundo viaje, y el portero, en efecto, llamó a la policía.

De eso nos dimos cuenta cuando teníamos listo el tercer cargamento y tanto el policía como el portero salieron del elevador adyacente. Ahí, en pleno pasillo, con el elevador repleto de cosas, a punto de bajar al sótano fuimos acusados –in fraganti- de extraer nuestras propias pertenencias sin el permiso del gerente y, además, secuestrar el elevador.

Cuál sería nuestra apariencia o expresión de indefensión que el portero empezó a repetir con gesto de lástima que nos lo había advertido. Todo indicaba que la humillación de pagar el adeudo se iba a consumar y que nos iban a cobrar, seguramente, otras multas por nuestro atrevimiento.

Sin mediar palabras, la impotencia nos había dejado mudos, sólo atinamos a mostrarle al policía la orden de desalojo. Éste cogió el papel y lo revisó en detalle, luego nos miró fijamente y dijo en un inglés que, por su impacto, a mí me sonó a español: “Pero si tienen hasta las doce de la noche para sacar sus cosas del departamento”, y confirmando la fama de racistas que tenían los policías de origen irlandés de Filadelfia, agregó: “¡No le hagan caso a este portero negro!”.

Antes de irse, para completar nuestra dicha, aún le ordenó al portero, “negro”, que debía prestarnos el elevador.

Tomada del Libro: “Relatos de Salvatierra y otros lugares”
de: Víctor M. Navarrete Ruiz

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