Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

sábado, 1 de junio de 2013

Libro

HISTORIA DE LA MÚSICA POPULAR MEXICANA

Los Años Veinte

La década de los años cuarenta (continuación)

Formalmente, el bolero moderno es menos estricto que el bolero tradicional, sobre todo en lo referente al ritmo que se asemeja más a lo que llamarían los trovadores yucatecos al estilo “capricho”. Pero es justamente esa nueva libertad lo que lo ha alejado de la monotonía en que había caído el bolero tradicional.

No es un azar que Armando Manzanero domine la creación romántica de los años sesenta. Armando Manzanero ha sido el último creador importante del bolero moderno. Como intuitivo conocedor de tres géneros, el rock, la canción yucateca y el bolero, tuvo todos los elementos para crear algo verdaderamente original. Manzanero buscó y empleó nuevos recursos vitales en la armonía y la melodía, y en ocasiones sustituyó la primacía de la melodía por acordes siempre en movimiento. Su bolero “Voy a apagar la luz”, con una melodía espacialmente amplia construida sobre un arpegio muy abierto, es una prueba de las posibilidades que aún tiene la canción romántica en manos de un compositor de audacia e innegable talento.

Agustín Lara y sus contemporáneos

Lara: intento de una biografía

Durante la mañana del martes 7 de noviembre de 1978 se contempló un espectáculo inusitado. En la Rotonda de los Hombres Ilustres del Panteón de Dolores apareció un piano de cola adornado con un jarrón de claveles rojos y un busto de Agustín Lara. Los asistentes a la solemne conmemoración –que de eso se trataba- escucharon con recogimiento una evocación fúnebre. Acto seguido, una nostálgica Orquesta de Solistas de Agustín Lara interpretó una tropicalona “Oración Caribe” como introducción a un recital constituido por viejas y conocidas melodías de los años treinta: “Azul”, “Concha nácar”, “Mujer”...

Pronto, al conjuro del ritmo y al influjo de los temas archiconocidos, la gente bailaría sobre las tumbas de próceres más sólidos y héroes menos ligeros. Así fué rememorado el octavo aniversario de la muerte del compositor Agustín Lara, el hombre que, según el consenso de la nación, había merecido el descanso eterno al lado de los más ilustres mexicanos.

Tras los rastros del mito

El mito (o una de sus versiones) se inicia en la risueña Tlacotalpan, a orillas del río Papaloapan. Una modesta casa ostenta una orgullosa inscripción: “Aquí nació Agustín Lara en el año 1900”. Otra versión que evidentemente no aprecia las licencias poéticas, fija el advenimiento de Lara en el Distrito Federal el año 1897, apoyándose en la existencia de una prosaica acta de nacimiento. Huyamos de la frialdad de los datos escuetos; nada cuesta imaginar el simbólico nacimiento del músico-poeta “con la luna de plata, en medio de vibraciones de cocuyos y bajo un diluvio de estrellas”.

Los padres del futuro compositor fueron el médico y farmacéutico don Joaquín Lara y doña María Aguirre del Pino. A los 6 años de edad, Agustín se encontraba en casa de su tía Refugio, directora del Hospicio de Niños de Coyoacán. Fué ahí donde hizo sus primeras incursiones negativas en el terreno de la música. Según algunos de sus biógrafos, el futuro músico-poeta se opuso sistemáticamente a aprender nota o solfeo (tal vez para preservar el flujo de su futura inspiración). Así, a pesar de la insistencia de la tía Refugio en pagarle maestros de música, éstos pronto renunciaron a enseñarle los secretos de la técnica musical. Otra versión biográfica otorga a Ricardo Castro el privilegio de observar al joven prodigio y exclamar: “¡Este chico no debe aprender a tocar el piano, por razón de que ya sabe tocarlo!”.

Lara creció como un chico de clase media. Asistió a la secundaria en el Liceo Fournier y continuó tocando el piano “de oído” en sus ratos de ocio. Pronto la fortuna le depararía la ocasión de practicar sus dotes infusas. La extraña desaparición del padre por “motivos políticos” colocó al joven Lara en situación de ser el salvador económico de la familia. Un fantasioso empleo nocturno en una oficina de telégrafos fué la pantalla que ocultó su verdadera ocupación: pianista de una de las más conocidas casas de citas de entonces. La autoritaria reaparición del padre, además de terminar con su prometedor empleo, forzó a Lara a emprender unos efímeros estudios en el Colegio Militar.

Imposible seguir las huellas de Lara en el periodo siguiente a ese fracaso escolar. Biógrafos bienintencionados, aceptando sin reparos los datos mitológicos que Lara creó abundantemente, afirman que el compositor en ciernes se incorporó a las huestes villistas en calidad de soldado raso, o como parte de la guardia personal de Francisco Villa, donde alcanzó el grado de teniente, o como pianista-espía encargado de dar conciertos a los generales enemigos mientras se enteraba de los secretos que luego llevaba a sus jefes. Otros exégetas, no tan generosos, pero seguramente más veraces, lo sitúan como pianista de algunos prostíbulos como El Cinco Negro, el Héroes, La Casa de Margarita y algún otro cabaretucho de mala muerte.

De esa época heroica, solo quedó a Lara una cicatriz en la cara cuyo origen pasó a aumentar la inextricable mitología del compositor. Ya fuera riña, accidente o desahogo pasional de una mujer celosa, parece ser que el trauma psíquico ocasionado por la cicatriz lo hizo refugiarse en una casa de citas de la ciudad de Puebla. Allá permaneció durante dos años, cultivando ese lirismo improvisatorio que pronto lo haría famoso. La inspiración de Lara fué madurando en las carpas, en los cabaretuchos de Santa María la Redonda y Bucareli; y aunque mucho se ha hablado de las numerosas canciones que compuso en aquella época, toda esa producción permaneció inédita. La primera canción registrada por Lara en la Sociedad de Autores y Compositores fué “La prisionera” del año 1926.

A fines de los años veinte, Lara arribó a la vida pública como compositor de canciones. El ambiente musical de esos años era sumamente interesante. Las más variadas tendencias y estilos coexistían. El mercado era muy abierto y no tan selectivo y rígido como cuando llegó a ser controlado por la radio. Las pianolas lanzaban al viento romanzas y valses añejos como “Ojos de juventud” de Arturo Tolentino. Las orquestillas metálicas desgranaban los nuevos ritmos de moda: el fox-trot, el one step y el tango en sus versiones originales o pasadas por agua. La Conesa, Celia Montalván y Consuelo Mayendía aún triunfaban en los teatros del género chico, en tanto que la vieja sensibilidad mexicana, representada dignamente por Tata Nacho, Esparza Oteo, Lerdo de Tejada y Lorenzo Barcelata, conservaba las plazas más cotizadas.

Una invasión yucateca aportaba también nuevos géneros e ideas como bambucos, claves y boleros al estilo trovadoresco. Mientras Guty Cárdenas se adaptaba al ambiente componiendo corridos subrepticiamente y ganando el segundo lugar en un concurso en el Teatro Lírico con su canción “Nunca”, María Grever seguía imponiendo su romanticismo azarzuelado a multitud de seguidores y Jorge del Moral era el joven talento naciente. Faltaba, sin embargo, un estilo citadino. Algo que pudiera competir con los nuevos ritmos importados que hacían furor en la clase media, la canción que al mismo tiempo colmara las apetencias románticas y ambiciones cosmopolitas de los jóvenes.

(continuará…)

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