Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

martes, 6 de noviembre de 2012

Leyendas

El Burro del Guayabito

Dice la sabiduría popular que la voluntad y los designios de Nuestro Padre Santísimo, no están al alcance de los hombres. Pero somos necios al querer que el creador haga lo que deseamos y en el momento que decidimos. Sí hace mucho calor, queremos que llueva; si llueve, queremos que salga el solo porque nos mojamos, o cuando menos que llueva, pero cuando ya estemos en casa. En fin, todo indica que Dios nunca nos dará gusto.

En cuestiones de ruegos nos conducimos de manera similar, le solicitamos tal o cual favor a determinado santo que nos recomendaron, o que está de moda, y si no se realiza nuestro deseo, total, lo cambiamos, renegamos de él, o hasta lo castigamos; si no, que San Antonio nos diga cuántas veces ha estado de cabeza o sin niño, hasta que no conceda lo solicitado.

La presente leyenda es un buen ejemplo de nuestra intolerancia por un lado, y lo implacable de la Justicia Divina por el otro. Desde su fundación y hasta mediados del siglo XX, Salvatierra se surtió del agua potable para mitigar la sed de sus habitantes, de los manantiales de la Angostura y de Urireo. El agua era traída y distribuida por arrieros o aguadores, que con sus recuas hacían tal labor, llevando cada burro cuatro cántaros, dos en cada costado.

Don Cleto era aguador, más bien, había nacido aguador, su padre, su abuelo y el abuelo de su abuelo lo habían sido. Comenzaba su recorrido allá a principios del siglo en la antigua Calle del Arco –hoy Guillermo Prieto- rumbo al puente, tomaba un respiro en el Portal de la Brisa y subía por la Calle de los Bravo para repartir en el Barrio de San Juan.

Era de carácter agrio y renegado, maldecía su trabajo, a los burros, y hasta a los chiquillos que intentaban treparse al lomo de alguna de sus bestias. A la gente esto le molestaban, no aguantaban ya sus palabras altisonantes al golpear a los burros con la vara de membrillo o cuando se le rompía algún cántaro, y peor aún; cuando maldecía a los chiquillos que encontraba a su paso, pero todos necesitaban el agua, por eso lo aguantaban.

Un buen día, pasando por el Templo del Barrio, dijo al Señor del Socorro: “Tú que a todos socorres, a mí me has olvidado, preferiría ser un burro como éstos que traigo, que seguir siendo aguador, creo que ellos son más felices que yo”.

Al tercer día de hecho y dicho lo anterior, mientras Don Cleto tomaba su acostumbrado descanso en el Portal de la Brisa, cayó repentinamente muerto. Siguió lo de rigor en estos casos; el velorio; el funeral de cuerpo presente con el consecuente entierro en el panteón; y los nueve días de rosarios por el eterno descanso del alma del difunto.

Pero la Justicia Divina es implacable y no perdona, para él tenía designado que no habría tal descanso eterno. Al décimo día apareció en el Portal un burro que comenzó a recorrer solo el camino que días antes hacía Don Cleto, desapareciendo al terminar la Calle de los Bravo, junto a un guayabito que había crecido a orillas del canal.

Con el paso de los días, los chiquillos se familiarizaron con el animal, trepándosele todos ellos en el lomo, lo curioso de esto era que todos los niños cabían arriba, entre más muchachos se le montaban, el burro se iba alargando. Cuando llegaba al guayabito, daba un giro brusco y repentino, arrojando a la bola de chiquillos al canal, pegándoles un buen susto.

Los vecinos, disgustados por los hechos y el comportamiento del burro, le lanzaban toda clase de improperios cuando pasaba, algunos más irritados, le propinaban
buenas dosis de palos, y los chiquillos seguían trepándosele; pero se ponían ya muy vivos y listos a la hora que los lanzaba al canal. Tal bestia, que algunos dicen lo han visto ocasionalmente, y otros afirman hasta habérsele trepado, es ni más ni menos que Don Cleto, a quien el Señor del Socorro le cumplió su deseo; ser feliz como los burros que le cargaban en agua, y por renegar de la voluntad y los designios del Altísimo.

La Bola de Fuego del Ranchito

En una plácida pero calurosa noche de abril, un grupo de vecinos tomaba el fresco en el Jardincito del Ranchito, frente al Templo de la Sagrada Familia, que a esas horas se encontraba ya cerrado. Un raro impulso los hizo voltear hacia la vía del ferrocarril, todos vieron un gran relámpago sobre el “mogote”; formándose enseguida una gran bola de fuego que rodó cuesta abajo atravesando el jardín y dirigiéndose después por la Calle de Rosas Moreno hasta la Escuela Reforma, donde desapareció.

Recién tendida la vía del tren en 1882, la estación fué instalada frente a la Hacienda de San Juan, quedando bastante lejos de la población, el Ayuntamiento solicitó al general Porfirio Díaz entonces Presidente de la República su traslado al lugar donde ahora se encuentra. Por tal motivo, prolongaron la antigua Calle de las Moras –hoy Guerrero-. hasta la estación, ya que esta calle llegaba hasta la esquina con la de Altamirano.

Como suele suceder siempre y dondequiera, cuando una ciudad crece, todo cambia y la gente también; buscando acomodo y mejoría económica para subsistir. Había en el “mogote” una solitaria y humilde casa de adobe y tejas de un solo cuarto, en ella vivía Soledad; una anciana quien hacía honor a su nombre, acompañada de su pequeño nieto de siete años.

Para Soledad, la desgracia y la pobreza eran sus eternas compañeras. De niña quedó huérfana a los cinco años, no conoció a sus padres, se crió con su madrina de bautizo. Ya grandecita se casó con un hombre al que casi no conocía, pues se la robó para una fiesta de San Juan, la abandonó cuando nació su tercer hijo. Como pudo crió a los tres pequeños, una niña y dos niños. Los varoncitos murieron tempranamente de una rara enfermedad que los fué consumiendo hasta dejarlos en los puros huesos forrados con la piel.

La niña creció pero se le casó muy chica, murió cuando dió a luz a Juanito; su pequeño nieto. Al padre nunca jamás lo volvió a ver, se lo llevaron en la cuerda para Veracruz por las rencillas que tuvo con el hijo de uno de los poderosos ricos de la región, esta práctica era común durante el porfiriato. La llegada del ferrocarril fué una bendición para Soledad, la cercanía de la estación le había dado la oportunidad de ganar algún dinero vendiendo huevo fresco a los pasajeros del tren.

Juanito, su pequeño nieto, le ayudaba en su nueva actividad económica, con alegría y prestancia hacía todo lo que su abuela le pedía, desde recoger el huevo en el pequeño corral trasero, hasta darles de comer a las gallinas, pero eso sí, no le perdonaba dejar de acompañarla a hacer la venta, le gustaba mucho ver pasar el tren. Pero la fatalidad llega con alas y se regresa cojeando, no duró mucho la dicha de Soledad. Una de esas mañanas, dijo la gente, Juanito resbaló sobre el riel del tren en el momento de emprender su marcha, destrozándolo por completo.

La pérdida del niño fué para la abuela un duro golpe, era su única compañía y el motivo de su existencia. Al poco tiempo perdió la razón, se volvió loca, cuando pasaba el ferrocarril se bajaba del “mogote” a la vía a apedrearlo, en su mente quedaba todavía ese sentimiento de venganza contra quien le había quitado a su nieto. Vivió algunos años más, pero nunca encontró la paz ni la resignación, en su loquera sólo invocaba al pequeño. Decían los viejos vecinos del Ranchito que esa bola de fuego es Soledad, quien corre desesperada, en busca de paz y resignación; para entrar en el Reino de los Cielos y estar junto a su amado nieto.

Tomadas del Libro: “Leyendas, Cuentos y Narraciones de Salvatierra, Segunda Parte” de Miguel Alejo López


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