Introducción Histórica a las Ceremonias Mortuorias de México
Los Ritos Funerarios
Todas las religiones han considerado al cuerpo humano como creación divina y a la muerte como una sanción; de aquí que las variadas culturas del mundo hayan establecido reglas para realizar el ceremonial luctuoso que cumplen con el fin de que sus iguales, ancestros, héroes y enemigos reciban unas honras fúnebres dependiendo del significado que su deceso tuviera para la sociedad o la familia. En esta ceremonia siempre han estado presentes la danza y la música: marchas funerarias, desfiles luctuosos, letanías, imploraciones, salmos, llantos, desgarramientos de ropas, visitas, pésames, rezos, rogativas, antífonas, insultos, imprecaciones, etcétera.
Sin importar los tiempos y los espacios, la reflexión ha llevado a la humanidad a expresar una secreta protesta contra su mortalidad, así como el temor a ella, llevando a considerarla una transformación, un pasaje, o un castigo que sus dioses le han impuesto. Para contrarrestar estas angustias, las religiones han resuelto de distintas maneras la continuación, el renacimiento y la resurrección, siendo éstas un himno de esperanza. La muerte de un ser querido, explicada modernamente por la Psicología, significa, para el que se queda, una pérdida que exige a quienes la padecen un tiempo de duelo con el fin de aceptar la separación del ser querido; este lapso es variable, pues cada sociedad e individuo procesan y dramatizan de diferente manera la ausencia.
La Muerte y el Catolicismo
El entierro como rito común se estableció en el México católico sustituyendo en parte los variados tratamientos del cuerpo muerto que los grupos nativos americanos les daban antes de la Conquista. En la Europa católica del siglo XVI, los pisos de las iglesias se habían convertido en los depósitos santificados de la comunidad creyente y la liturgia de la sepultura expresaba en sí misma el misterio pascual, es decir, la muerte y la resurrección de Cristo. Por ello, la posición que debieron guardar los cuerpos en la sepultura tuvo un simbolismo similar, pues repitió la actitud de Cristo al descender de la cruz: con la cara hacia la salida del sol, los brazos y los pies cruzados y mirando hacia el altar para esperar la resurrección.
Por otra parte, la mortalidad infantil en tiempos pasados común a todas las culturas del mundo, debió de expresar los deseos de Dios: o bien como castigo a los padres y, o, como un beneficio, ya que los “angelitos” (los infantes muertos, vestidos de angelitos, santos o vírgenes), irían con el Señor y servirían de intermediarios para pedir favores de protección a sus padres. Por su condición de inocencia, se creían que no requerían de sufragios, aunque sí de intercesiones, casi siempre musicalizadas. Es decir, para ellos no había necesidad de hacer misas de difuntos, aunque en nuestros días ha habido cambios, pues se ha establecido la celebración eucarística en las exequias dedicadas a los “angelitos”, aunque éstos no estén bautizados. Para los cristianos, la vida después de la muerte se ha acompañado de cantos triunfales, con salmos referentes a este momento y con suma alegría para las despedidas de los “angelitos”
Las Celebraciones de Todos Santos y Fieles Difuntos
En el calendario teológico litúrgico, de preparación para la otra vida, están otras fiestas luctuosas de gran trascendencia para el mundo católico. Una de ellas se celebra el 1 de noviembre y se dedicó a elevar plegarias a la memoria de los mártires anónimos y de todos los santos. El fervor popular de este día extendió la celebración dentro y fuera de la iglesia. Durante el siglo XVI, se organizaron en la Ciudad de México las primeras fiestas en honor de todos los santos; cuando llegaron parte del ritual de la muerte de Cristo y las reliquias de santos europeos a las iglesias y parroquias novohispanas. Dieron nuevo poder litúrgico a los altares mexicanos, las reliquias que consistieron en cuerpos enteros, parte de ellos o de sus ropas, astillas de la Santa Cruz, o de la mesa de La Última Cena, así como espinas de la Corona de Cristo, todas ellas guardadas en bellos relicarios de oro y plata.
La celebración del 1 de noviembre consistió en visitar las reliquias que cada iglesia poseía y frente a ellas rezar las jaculatorias, con el fin de recibir las indulgencias otorgadas por los Papas, para evitar las penas del purgatorio. Desde entonces, en esa fecha todas las iglesias abren sus altares y muestran sus custodiados tesoros al culto de los creyentes. En la Edad Media, ese día se acostumbró llevar a la Iglesia reproducciones de los restos de los santos en figuras de dulce y pan, las cuales eran bendecidas por los sacerdotes y utilizadas, al igual que las ceras benditas, como protección en contra de las desgracias cotidianas. “Frutas de Muertos”, “huesos de santos”, “muñecos” y “angelitos” de pan, azúcar o pasta de almendras. En sus casas los católicos ponían “la Mesa del Santo” adornada con imágenes religiosas, ceras encendidas, así como los dulces y panes benditos que imitaban a los huesos de los santos. Es probable que estas “Mesas del Santo” aquí en México se hayan transformado en los altares de muertos que ahora conocemos. La venta de “Las calaveras” el uno de noviembre en nuestro país, nos lo relata en la Marquesa Calderón de la Barca (1840-41), a quien no le parece nada escandaloso o único de México, pero si muy al disgusto de don Antonio García Cubas (ca. 1875), quien nos cuenta que:
“Veíanse sobre la mesa bizcochos de diversas figuras coloreados por la grajea (...) cirios de variadas dimensiones (...) los de pura azúcar, entre los que sobresalían los afamados alfeñiques de las monjas de San Lorenzo. El pueblo en ese día dáse por comer esos dulces de azúcar, que generalmente representan cráneos, esqueletos, tibias y otros huesos del ser humano, conviértese, aunque en apariencia en ostófago”.
Y se pregunta: “¿Cuándo desaparecerá de nuestro pueblo tan repugnante costumbre?”. El 2 de noviembre se dedicó a conmemorar a los fieles difuntos. Fué el día que el abad Odilón de Cluny, en el siglo XI (1048) destinó para elevar plegarias por la salvación de todas las almas, pues el temor al infierno y al purgatorio, han sido peores que la muerte misma para los cristianos. Los nombres de los difuntos, en cada poblado, se asentaron en un obituario llamado “rollo de los muertos” y se unieron a las plegarias de los demás católicos. Aquí en México, esta práctica se continúa haciendo en las misas comunitarias celebradas en esa fecha.
Vale la pena describir algunas actitudes populares de ese día de fieles difuntos; nos referimos al retorno de las ánimas, que es también un recurso universal. En la Europa cristiana se considera su origen en la época romana. En tiempos de los césares, se destinaba un día al año para que las ánimas de los muertos volvieran a sus casas a integrarse a los vivos; a las doce de la noche, el pater familia salía a arrojar sobre el techo de la casa unas habas (habas del muerto, le decían); con ellas avisaban a sus muertos que debían regresar a su mundo. En la Galicia actual la creencia es que los muertos vienen a comer en la mesa de fin de año y por ello la dejan puesta hasta el otro día.
En nuestro territorio, por conmemorarse el uno y dos de noviembre, estas fiestas se conjuntaron, -al parecer desde el siglo XVII-, y por ello se confundieron sus devociones, las que, si lo analizamos bien, resultan no ser tan ajenas. En la Ciudad de México, dicen los documentos del archivo del Ayuntamiento, fechados en 1820, que en los días uno y dos de noviembre se hacían en la Plaza Mayor una gran verbena popular llamada indistintamente de Todos Santos o de Los muertos. Ahí se ponían puestos de frutas, comida y dulces y se representaban obras de títeres, además, la gente podía divertirse con los “caballitos y juegos de naipes o dados, comiendo y bebiendo, acompañada por varias orquestas y músicos populares. Obras de teatro como Don Juan Tenorio se han representado en la Ciudad de México, desde la época de Maximiliano.
La Celebración en los Panteones
Con el gobierno de Benito Juárez, en México, en el año de 1860, la muerte pasó a ser realmente laica y entonces cambiaron nuevamente las costumbres de celebrar el día de los muertos, pues la novedad de sacar los restos humanos del piso de las iglesias, para sepultarlos en los cementerios o panteones civiles, en las afueras de las ciudades, significó que cada quién, según su poder adquisitivo, podía hacer su casa mortuoria. Mientras que las pomposas construcciones de mármol, el 2 de noviembre se vistieron con mantones de Manila y encajes y se adornaron con candelabros y floreros de playa y Sévres, las miserables tumbas con apenas una cruz de madera, se engalanaron con pétalos de flores. Ese día se convirtió en una gran romería panteonera, en donde compitieron pobres y ricos para ver quién ponía mas hermosa la tumba familiar.
De día de los Fieles Difuntos, pasó a ser, ahora si, la Fiesta de Todos los Muertos, pues en ese espacio ya se podía inhumar a cualquiera aunque no fuera católico. Al cementerio las clases populares llevaron comida y el infaltable pulque, pues las largas caminatas entre charcos e inmundicias duraban horas, haciendo que la gente llegara a visitar a sus deudos “muerta de hambre”; la canasta con los tacos y los “tornillos” del blanco licor se pusieron sobre el sepulcro; entonces sí se comió sobre el muerto. Esta situación inédita, a decir de escritores de la época, como Altamirano y García Cubas, escandalizó a los católicos, pues la casa de los muertos, al salir de su espacio sagrado (la iglesia), se volvió un reventón de los vivos. Para sorpresa de algunos mexicanos y extranjeros, en la zona norte del país, no hay ofrenda o altar de muertos, aunque sí se guardan los ritos católicos, al sentir de cada familia.
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