Un Rasgo de Amor Filial
“Tu madre está muy mala, sin esperanza de salvación: quiere verte; no piensa más que en ti”.
Al leer esta carta que le presentó un empleado del presidio, creyó Pedro que todo el edificio se desplomaba sobre su cabeza. ¿Cómo? Su madre, el único amor que le restaba en el mundo, se iba a morir y quería verle, y él no iba a poder cumplir su suprema y última voluntad. No, aquello no era posible de ningún modo.
Él necesitaba ver a su madre, recoger su beso postrero, estrecharla en sus brazos… y lo haría, vaya si lo haría! ¿Quién iba a negárselo…? No era posible que se lo negasen.
Pedro fué a ver al Director del presidio, y al llegar a su presencia exclamó con la voz enronquecida por la pena:
-¡Mi madre se muere, señor Director! Concédame usted licencia para verla.. Que me acompañen… Le juro a usted que volveré en cuanto me despida de ella.
-Si eso fuera posible, lo haría, -respondió el Director, que estimaba en mucho el carácter y la buena conducta de Pedro; -pero ya sabe usted que no puede ser.
-¿Que no puede ser?
-¡No!
Pedro salió del despacho del Director con las cejas fruncidas, y alguien le oyó murmurar por lo bajo:
-¡Que no puede ser!... Pues sí puede ser, ¡y será!
Al anochecer de aquel mismo día, terminadas las faenas en el arsenal, los presidiarios se alineaban en el muelle para el recuento. De pronto vieron un hombre que corría sobre las rocas hasta el punto en que éstas se encuentran con el mar: era un preso que intentaba fugarse. Algunos soldados corrieron en su persecución, pero el hombre les llevaba mucha delantera.
Llegó a la puerta del acantilado, dió un salto terrible y cayó de cabeza al mar. Viósele aparecer un momento y desaparecer después; los soldados descargaron sus armas en dirección del fugitivo, las lanchas del puerto se lanzaron en busca suya. Nada. NI el menor rastro. O al hombre se lo habían tragado las olas o había sido muy diestro para ocultarse.
El fugitivo era Pedro. ¿Cómo pudo sustraerse a la investigación y pesquisas de sus perseguidores? Ni él mismo ha podido explicárselo luego. Sólo se sabe que permaneció toda la noche, una noche lluviosa y terrible de enero, detrás de unas rocas, tiritando de frío, bajo sus vestidos empapados de agua, oyendo al mar romper sus olas estruendosamente a sus plantas, al trueno rugir en las nubes y al huracán en el espacio, con bramido ronco y salvaje.
Así pasó horas y horas, con el pensamiento puesto en su madre; así, a nado unas veces, otras desgarrándose los pies contra las erizadas puntas de los peñascos que bordean a la costa, consiguió ganar una casuca donde se facilitan vestidos y disfraces a los presidiarios. Cambió en ella la ropa, hizo durante tres o cuatro horas
ese camino ruinoso, hipócrita, incierto, que hace el preso para despistar a sus acechadores, y al cabo de tres días, muerto de hambre, de frío, de sed, con los pies sangrando, la ropa hecha jirones y los ojos llorosos, llegó a la puerta de la casita blanca con que soñaba todas las noches al dormirse contra el camastro del presidio.
En la alcoba, desfigurada por la fiebre, próxima a lanzar el último suspiro, acompañada por una vecina compasiva, estaba su madre, con los ojos clavados en el techo, las manos en cruz, murmurando por lo bajo como si dialogara con su esperanza: “¡Hijo mío!”
Pedro, que levantaba su cabeza pálida y febril por entre las cortinas de la alcoba, oyó que aquellas palabras, y sin poderse contener:
-¡Aquí me tienes, madre, aquí me tienes!, gritó avanzando hacia la anciana y estrechándola en sus brazos… Fué un beso largo, muy largo. La eternidad de un amor y el fin de una vida, confundiéndose sobre dos bocas temblorosas…
Luego, la viejecita abrió los brazos y cayó muerta sobre la cama, y Pedro rompió en ahogados sollozos.
A los seis días entraba un hombre por las enrejadas puertas del presidio. Era Pedro. Cuando fué presentado al director, dijo:
-He ido a despedirme de mi madre; aquí me tiene usted. No pensaba escaparme y he vuelto.
-El Director había dado parte de la fuga y el penado sufrió cuatro años de recargo en su condena.
Pedro decía, hablando con sus compañeros:
-Bien vale cuatro años de presidio el último beso de una madre.
Joaquín Dicenta
Tomado del Libro “Alma Latina”
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