Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

jueves, 16 de agosto de 2012

Leyendas

La Calle del Ahorcado

Nuestras calles como las de todas las ciudades, pasan por un proceso de transformación a través del tiempo y el espacio, no sólo en su paisaje arquitectónico sino también en sus nombres con que son conocidas en las diferentes épocas de la historia de una ciudad. Esto se debe a una diversidad de factores: políticos, patrióticos, religiosos, hechos importantes, personajes ilustres o célebres y hasta caprichos populares. La cuestión es pues, la necesidad de que sean identificadas.

En nuestra ciudad, las actuales calles no siempre fueron conocidas con un solo nombres en su totalidad; en sus diferentes tramos o cuadras se les conoció con nombres diferentes. La historia de nuestra Calle Principal o Calle Hidalgo es un buen ejemplo de lo anterior.

Recién fundada la ciudad en 1644, esta calle fue de las primeras. Al tramo comprendido entre la carretera y la Calle 16 de Septiembre se le llamó Calle Real a la Laborcita. Era esta una fracción de terreno de labor agrícola relativamente
pequeña situada atrás de lo que hoy es el Templo de Santo Domingo, entre las dos acequias, propiedad de Doña Anna Talía Ponce de León según lo hace constar Don Agustín Gómez, Escribano Real y de Cabildo de la Ciudad de Salvatierra en auto fechado el 23 de marzo de 1724.

A partir de 1750 a este mismo tramo se le conoció como Calle a la Cárcel o de la Cárcel, porque se instaló el reclusorio de la ciudad en la esquina que hoy forma ésta con la de Manuel Doblado. En la primera época independiente se le llamó Calle de Iturbide en honor a uno de los consumadores de nuestra Independencia nacional, y a partir del centenario de la Independencia tomó su actual nombre.

La parte céntrica de esta calle entre el Jardín Principal y la Calle de Guillermo Prieto se le conoció en la Colonia como Calle Real; en la primera época independiente como Calle Nacional; y tomó el nombre actual junto con los demás tramos.

El último tramo comprendido entre la calle de Guillermo Prieto y la Fábrica la Reforma, se le conoció primero como Calle al Molino y después Calle de la Esperanza, por encontrarse el Molino de la Esperanza en los terrenos que hoy ocupa la Fábrica. En la primera época independiente se le conoció como Calle de Capuchinas, en 1865 al triunfo de los liberales y las Leyes de Reforma; a la Fábrica y a la calle se les bautizó con el nombre de Reforma, este nombre duró hasta principios del siglo XX en que se le homologó con los demás tramos con el nombre de Calle Hidalgo.

En conclusión: el nombre de la Calle Hidalgo en toda su longitud lo tomó a principios del siglo XX con motivo del primer centenario de nuestra independencia nacional.

Pero, ¿Calle del Ahorcado?

Cuenta una narración que al tramo de la calle que se le conoció como calle de la Cárcel, los vecinos la bautizaron por mucho tiempo como la del Ahorcado, por los hechos y sucedidos que allí acontecieron.

Hacia finales del siglo XVII, allá por el año de 1675, Salvatierra era ya próspera en su actividad económica, su agricultura destacaba en toda la nación, se le empezaba a conocer como el granero de la Nueva España. Sus ricas tierras y abundante agua, habían hecho de sus haciendas verdaderos resortes de crecimiento económico, y de sus dueños y encomenderos hombres inmensamente ricos. Por esos tiempos, tres eran las ciudades más prósperas de lo que hoy es el Estado de Guanajuato: León, San Luis de la Paz y Salvatierra.

Esta situación atrajo muchas gentes a nuestra ciudad en busca de mejoría para solventar sus necesidades y hacer su vida más llevadera. Como en todo, llegó gente buena y honrada, pero también vinieron malvivientes en busca de la vida fácil y la riqueza ajena.

Entre estos últimos, llegaron cinco individuos encabezados por un mulato a quien apodaban: “El Cubano”; hombre listo y vivido, nacido en la Ciudad de Matanzas en Cuba; primera Colonia Española en América. Se hospedaron en el viejo Portal de los Carmelitas, en uno de sus mesones.

Al poco tiempo, empezó la población de altos recursos a alarmarse, la mayoría de sus casas habían sido robadas. Los ladrones habían sustraído además de monedas de oro, objetos preciosos y algunas obras de arte.

El Regidor de la Guardia de su Majestad empezó las pesquisas y pronto dió con los responsables, eran los cinco fuereños alojados en el viejo mesón del portal. Al detenerlos no se les encontró todo el producto de sus robos, sólo un Santo Cristo de oro, que fué reconocido por uno de los vecinos afectados como de su propiedad. Fueron trasladados a la cárcel situada en la Calle Real a la Laborcita, en la esquina que actualmente forman las Calles de Hidalgo y Manuel Doblado.

Por más que hicieron las autoridades, los ladrones no revelaron dónde habían ocultado su tesoro. La gente del pueblo decía que estaba enterrado en el viejo Panteón de los Franciscanos; otros, que estaba oculto en la Huerta del Carmen cerca de la Calle de las Moras-hoy Guerrero-; los más fantasiosos, que lo habían arrojado al Canal Gugorrones en bolsas de cuero, para después cerrar las compuertas de alimentación, secarlo y sacar su tesoro.

Una vez en la cárcel, el Cubano convenció a un guardia del reclusorio para que los ayudara a escapar, con la promesa de que también lo incluirían en el reparto de lo hurtado. El custodio, conocido como hombre avaricioso, y que por tal virtud lo apodaban “El grullo” accedió al trato.

Cuando le tocó la guardia nocturna, deslizó una cuerda por la pared del patio de la cárcel por donde treparon los detenidos y después de algunas peripecias alcanzaron la calle, logrando escapar. El Grullo fué el último en bajar a la calle por la cuerda, pero ésta por algún motivo desconocido se le enredó en el cuello. Quedó el guardia colgado a media altura y sobre la pared; ¡ahorcado!.

El tesoro nunca se halló, de los ladrones nada se supo, pero del Grullo se dijo que Dios no necesita; ni vara ni cuarta para castigar. Aunque no era el nombre oficial, los vecinos preferían llamarla: Calle del Ahorcado.

La Niña que Oró a la Virgen en Capuchinas

La versión original de la presente leyenda salió a la luz pública en el periódico salvaterrense “Antena”, un semanario dirigido por el Sr. Vicente España, correspondiente al Número 11 y está fechado el 16 de abril de 1946, el autor de la colaboración es F. Sánchez Esquivel.

En una humilde casa del viejo Callejón del Bosque –hoy Altamirano- allá por el año de 1822, vivía Angelita; niña que contaba con apenas seis años de edad, acababa de perder a sus padres y con ellos, también su bienestar y alegría.

Vivía a la sazón en ese rinconcito salvaterrense, su abuela encontrábase vencida por los años y apenas i podía balbucear algunas palabras de ternura a los oídos de su nieta; diríase que se trataba de otra niña tan desamparada como Angelita.

Era el de ellas un cuadro desolador. Pronto el ayuno y la vigilia hicieron de la niña débil, presa de una afección febril... en su delirio pronunciaba a cada instante el nombre de su madre... ¡Mamá... mamacita linda... tráeme agua, tengo sed... mamá... mamacita, ¿Qué es de Juanita? ¿No vendrá a jugar más conmigo?... ¡Ya no me quiere Juanita!.

Y la abuela imposibilitada física y económicamente para prestar atenciones a la niña enferma, llevando sus diminutos ojos al cielo clamaba con desesperación: ¡Virgencita de mi devoción y de mi vida, si no tiene remedio su mal y si no lo ha de seguir sufriendo así, llévatela mejor con los querubines del Señor!. Y gimiendo la anciana dormíase vencida por el cansancio y el dolor, junto al lecho de la enfermita.

Acertó a pasar por el barrio un médico quien urgido por una buena vecina atendió a Angelita y sacando de su maletín algunos remedios se los proporcionó. Días después la niña volvía a la vida, sin más aliciente que tristeza ni más esperanza que su miseria.

Algunas tardes después, el campanario del Templo de las Capuchinas llamaba a la oración del Rosario. Era la hora en que el crepúsculo invita a los grandes de la oración y los niños al recogimiento. Sin pensarlo y como si alguien la guiara, encaminó sus pasos al templo, atravesando lentamente el Jardín de Capuchinas y la Calle Real.

Sin saber cómo se encontró ante el Altar de la Virgen, con toda su ingenuidad, con toda su pureza y obedeciendo los impulsos de su corazón, se arrodilló ante la madona musitando esta oración: ¡Señora, ya ves como vengo a ti, me siento muy sola, en mi desamparo vengo a cobijarme bajo tu manto, quiero que me abraces y me beses como lo hacía conmigo mi madre que en tu seno esté! ¡Ayúdame Señora, protégeme!. Y aunque no sabía rezar por pequeña, apretó entre sus manos un Rosario que traía.

La niña no supo más de sí hasta horas después que despertó en su lecho donde solícita la acariciaba su abuela. Sucedió que ante el Altar de la Virgen había sufrido un desvanecimiento debido a su misma debilidad, y manos piadosas la habían conducido a su casa.

Cuando más entretenida estaba, vió acercarse a ella una sombra de mujer; alzando sus ojos de muñeca, encontró sorprendida a una dulce señora igual a su madre. Angelita, le dijo, la Virgen te ha escuchado y me ha mandado en tu socorro; levantándola entre sus brazos la llevó hasta su casa. Sobre la humilde cama la abuela con una sonrisa de satisfacción en los labios como si se extasiara todavía en la contemplación de su nieta; yacía para siempre en las sombras de la muerte.

Sin explicarse como, fué conducida al Templo de las Capuchinas donde el sacerdote la recibió, la protegió internándola en el Convento de allí mismo para su educación. Pasaron los años, tomó el hábito de las Capuchinas con el nombre de Sor Ángela de la Anunciación. En sus pláticas con su superiora y guía espiritual le decía: “me hacía daño la efervescencia humana allá afuera, donde los hombres indiferentes al sufrimiento y destino de los otros, con la faz grave a la que nunca puede alterar ni el dolor; en su ambiente donde el amor se vende y la dignidad se paga y el débil es presa del poderoso”.

“También en este rincón hay desventuras, pero más fugaces, quizá menos crueles que las de allá. Y cuando ellas llegan a nosotros con ímpetus de fatalidad, basta rezar con devoción el Rosario ante la Virgen, para que se desvanezcan como sucede en el mar después de las tormentas”.

Muchos, pero muchos años después, cuando Sor Ángela había pasado a mejor vida en gracia de Dios y bajo la protección de María, sus hermanas fueron
exclaustradas en la época juarista. En una celda vacía los piadosos vecinos encontraron su Rosario, guardándolo celosamente por mucho tiempo.

Dice la tradición que ese Rosario fué el que se le ofreció a la Virgen en el día de su coronación en ese Templo.

Tomadas del Libro: “Leyendas, Cuentos y Narraciones de Salvatierra, Segunda Parte” de Miguel Alejo López

Los Monjes del Subterráneo

Hacia la mitad del siglo XIX, en un mes de julio, cuando la noticia de que la piqueta demolería el austero edificio del convento de San Pedro de Alcántara, una de las más auténticas joyas arquitectónicas que nos legara la Colonia. Este convento se comunicaba con el Templo de San Diego y se extendía hasta el célebre pasaje de Los Arcos, trecho en el que estuvo situada la Plaza de San Pedro de Alcántara; los Arcos eran los portales de dicha Plaza.

Hubo indignación entre los fieles, que juzgaron que era un sacrilegio y que, quienes habían ordenado su destrucción como los que materialmente la realizaban, habrían de condenarse, y hasta se temía que ocurriera un accidente como castigo de tamaña profanación.

Un tal don Encarnación Serrano, ex_Jefe Político de la Administración Pública, había adquirido el sagrado recinto en suma irrisoria, para levantar en su lugar el tristemente célebre hotel “Emporio”. Por todo esto la voz popular maldijo y condenó al dueño lo mismo que al nuevo y malhadado edificio. Y quien habría de decirlo: la maldición se cumplió. Pocos días después de iniciada la innoble tarea, la cúpula del convento inesperadamente se vino abajo, sepultando en sus escombros a seis infelices albañiles que al fin y al cabo, sólo cumplían con su trabajo.

La vida de aquellos inocentes exacerbaron aún más los ánimos del pueblo que veían en ello un castigo divino. Pero esto no se detuvo ahí, pues otras y peores desgracias siguieron a la primera. El maleficio se extendía hasta los propios huéspedes, que enfermaban y morían, víctimas de males inexplicables.

Tanto así, que el propietario del hotel, se vió obligado a venderlo, consumándose la misma suerte de la demolición por la piqueta. En esas condiciones el terreno quedó abandonado hasta que el Gobernante a la sazón, el General do Florencio Antillón, dispuso la construcción del soberbio Teatro Juárez, allá por 1872, bajo la dirección técnica del arquitecto don Juan Noriega.

Pero, aquí viene la leyenda a la que vamos a referirnos sucintamente: dos monjes del convento hicieron suya la causa del inopinado despojo, y por el costado derecho del teatro sus figuras esqueléticas se aparecen a los que por algún motivo aciertan a pasar por ese sitio.

Más aún, después de inaugurada la llamada calle subterránea, oficialmente del Padre Hidalgo, las dos sombras de los religiosos, con el inconfundible aspecto que les da el hábito largo hasta el suelo y el capucho cubriéndoles casi por completo el rostro, en las noches, posiblemente como un gesto de protesta o quizás con la idea de seguir cuidando su monasterio, son vistos entre las dos y tres de la madrugada.

Los gendarmes que vigilan la calle, y algunos trasnochadores, aseguran que las dos sombra se filtran por el muro del Teatro, descienden a esa especie de celda que se halla como formando parte del Templo, bajan a la calle y caminan por el pavimento hasta perderse por la parte posterior del Hotel San Diego, siempre musitando una oración...

Tomada del Libro: “Leyendas de Guanajuato, Historia y Cultura”

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