Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

jueves, 16 de agosto de 2012

Narraciones

Mujeres Traicioneras
Por : R M P

¿Que hay mujeres traicioneras? Sí, si las hay y bastantes. Las ha habido en todo tiempo y lugar. Los procederes de estas mujeres han dado mucho qué hacer a historiadores, novelistas, psicólogos y poetas. Como también han dado lugar a la creatividad de Obras clásicas de la literatura y la música; particularmente del género popular, lo comprueban las canciones con mensajes de tristeza, sentimiento y hasta de coraje. Hay miles de canciones, tangos y baladas de muy fina inspiración, motivadas por la traición de la mujer amada. Los poetas han escrito muy sentidas poesías como “El Diagnóstico” de nuestro gran poeta Julio Flores, declamado por Manuel Bernal. Es una joya preciosa que le imprime un sentimiento que conmueve las fibras del corazón adolorido, de aquellos desdichados que han sufrido la traición de la mujer ingrata.

El sentir popular lo dice todo en sus canciones. Son expresivos los siguientes fragmentos: “Quiera Dios”, canta Ramón Ayala y sus Bravos del Norte: “Yo le dí mi corazón y mi alma, pero vino un desgraciado nuestro amor a separar; y la infeliz que tanto yo adoraba no supo nunca comprender todo mi afán”. Este otro de una canción compuesta por don Manuel M. Ponce “Marchita el Alma”. Canta Cravioto: “Yo quise hablarle y decirle mucho, mucho, pero mi labio enmudeció, pues ya era de otro su corazón”. Luego tenemos en tango argentino, como la máxima expresión de la mujer ingrata, por ejemplo: La Cumparsita, Mi Noche Triste, Noche de Reyes, La Copa del Olvido, La Última Copa, El Payador, Mi Lindo Julián; en este último tango el traidor fué Julián, abandonó a una mujer que tanto lo amaba, por seguir a una intrusa mujer. Todos estos tangos son muy viejos, pero se oyen siempre nuevos y de más emoción cuando son cantados por Carlos Gardel, Hugo del Carril, Víctor Baeza, el Ch. Sareli o nuestro inolvidable Emilio Tuero.

Ahora vamos a tratar de analizar someramente esta cuestión, que al parecer no tiene solución en este mundo. Entre otros factores, yo encuentro estos cuatro: Primero, la predisposición. Segundo. la formación. Tercero: el dinero y Cuarto: el maligno. La primera es que ya la criatura nace con esas inclinaciones. Ya es instinto nato, muy difícil de contener. En cuanto al segundo factor referente a la formación de la persona, naturalmente es decisiva, pues una mala formación de la persona y un mal ejemplo, es como la cizaña sembrada en un suelo virgen, tiene que dar frutos malos.

Pero sucede que, a pesar de haber recibido la muchacha o mujer una buena preparación y haber tenido un buen ejemplo de sus padres, de esa familia salen mujeres traicioneras a su esposo y sin medir consecuencias, abandonan el hogar, al esposo y a sus hijos, atraída por tipos de costumbres pecaminosas. Mujeres que en su casa no les falta nada, pero que fácilmente se enamoran de otro hombre, formándose el triángulo amoroso, que termina en una tragedia. Por eso, el hombre que piensa casarse, va a jugarse “un albur”: si le sale buena la mujer, lo gana, si le sale una mala mujer, lo pierde.

Sobre el tercer factor referente “al dinero”, hay mucho qué decir y escribir. Al respecto HAY UN DICHO VULGAR QUE DICE: “Poderoso caballero es don dinero”. Sí, es una triste realidad para el que no lo tiene. Es así que el rico, el gobernante, el influyente; así como aquellos que tienen en sus manos los EMPLEOS, como los gerentes, los directores de planteles, los médicos, los profesionistas, etc, son el atractivo más fascinante para las mujeres traicioneras o con necesidades apremiantes de trabajo, por ejemplo: las viudas no muy viejas, con hijos qué mantener y educar, aún siendo recta mujer por sus necesidades de dinero, fácilmente dan su brazo a torcer.

Tantas cosas se pueden escribir sobre este punto del factor dinero, que no sabríamos elegir de qué lado estar. Unos lo aborrecen y maldicen. Otros lo adoran diciendo que es el Dios de la Tierra. La realidad es que el dinero “ES EL AMO DEL MUNDO”. Para terminar este tercer punto, me viene en mente un sabio concepto escrito por un gran pensador y filósofo español Don Jacinto Benavente, dice así: “En las novelas y en los cuentos se puede poetizar con la pobreza, en la realidad, no; no hay poesía posible. Sin la seguridad de lo necesario para la vida, nadie puede responder ni de su misma vida, ni de sus afectos más íntimos. Mucha razón tiene Don Jacinto, pues la pobreza es muy mala consejera.

Terminado el tercer punto, pasamos al factor número cuatro, que trata de la acción del demonio en la mente de las mujeres traicioneras. Al respecto hay un dicho bastante viejo que dice: “No hay mal que por la mujer no venga”. Yo digo: “No hay mal que por el diablo no venga”. El maligno ha encontrado en la mujer traicionera su mejor aliada. Por eso, los sacerdotes católicos predican en sus homilías diciendo a la mujer: ¡Hijas mías! Vivan rectamente tomando como ejemplo a la Santísima Virgen María. Sus hogares serán dichosos y darán buen ejemplo a sus hijas, etc.

Hemos oído de sobra que estas entidades malignas actúan en lo invisible, siendo su único afán corromper al género humano y desviarlo del buen camino para alejar a las almas de su buen Dios y ganarlas para su causa. Y es la verdad, no es ninguna hipótesis. Aunque los médicos, los ateos y los Psiquiatras nieguen esta realidad, desgraciadamente existe esa causa, desde el principio de la humanidad. Por eso, muchos creen que este problema no tiene solución. Desde luego que no la tiene, para aquellos que no la buscan porque no han pensado en su regeneración y alivio a estos males. Se me puede decir: “!Ah,! Entonces conoce usted esta terapia… ¿Cuál es? Yo respondo: Todos conocemos ese remedio, no es caro; además produce muy buenas ganancias. Esa terapia está contenida en “LA SANTA BIBLIA CRISTIANA”, en ella se encuentra la palabra de Dios que es la que sana estos y otros muchos males semejantes y que viene a ser como un regalo que “EL SEÑOR” da a sus hijos porque mucho los ama y no quiere que se pierda ni uno solo de ellos.

Para lograr tan loable propósito, es preciso hacer un esfuerzo, pues aparte de leer y meditar el libro sagrado, es del todo necesario acercarse a la Iglesia y a la Comunidad de hermanos en Cristo Jesús y al mismo tiempo solicitar la ayuda y asesoría de un sacerdote católico para recibir sus indicaciones para empezar a practicar las enseñanzas. Y si se desea acelerar los buenos resultados, se puede ingresar a un grupo fuerte de la Renovación Carismática del Espíritu Santo, donde se puede obtener la sanación definitiva conjuntamente con los sacramentales litúrgicos de nuestra religión como base de toda curación espiritual y corporal; sin tener que gastar fuertes cantidades de dinero, que a lo mejor no se tienen porque no todos somos ricos.

Fuera de esta terapia religiosa, no existe ninguna otra para aliviar las difíciles y raras enfermedades del espíritu y de la mente que repercuten en el equilibrio del cuerpo físico. Bueno, pues aquí está una opción para todo aquel o aquella mujer necesitada de una liberación y sanación, a fin de rehacer su vida y vuelva a su corazón la paz y la felicidad que ya tenía perdida y que la ha vuelto a encontrar, después de haber sufrido tanto ya sin esperanza alguna de sentirse dichosa y feliz como corresponde a todo aquel que agradecer ser hijo de Dios que le dió virtudes para alcanzar la belleza y la perfección; así como la alegría de seguir viviendo feliz en este mundo.

Los Refrescos no se Cobran

No es ninguna novedad y tampoco se falta a la verdad cuando se afirma que el ciudadano común no confía en la policía. Y no es para menos: el cuerpo policiaco ha
hecho todo lo necesario, y más, para ganarse esa desconfianza. Son múltiples las historias que a diario se leen o escuchan o, más grave aún, se viven, en las que los delincuentes pertenecen a las “honorables” fuerzas el orden y la seguridad. Y cuando no es así, los agentes policíacos que acuden al llamado de auxilio, muchas veces terminan por completar la faena o sirven de vía de escape a los culpables.

Pero no es bueno generalizar porque así es como a menudo se incurre en falsedades. Más bien, debemos reconocer que por increíble que parezca, a veces brilla la luz del entendimiento y la justicia en algunos de estos representantes de la autoridad que resuelven en forma correcta el lío para el que fueron llamados, dejando así constancia de que no todo está perdido. En esas ocasiones –pocas por desgracia- uno vuelve a tener fe en estos servidores públicos.

Una experiencia así me sucedió en un bar de medio pelo con el improbable nombre de “Xcaret” en la muy norteña y pragmática ciudad de Saltillo, donde trabajé un par de años para el gobierno de ese estado. Habíamos ido a ese lugar a sugerencia mía. Cuando mi amigo me preguntó, después de comer con su familia, que adónde quería ir, se me ocurrió ese lugar por cercano y además porque me tocaba pagar y en mi única visita anterior no me había parecido caro.

Tal vez por tratarse, esa primera vez, de la transmisión de una pelea de box, con pago de admisión y con el dueño al frente del bar, que la atención me pareció adecuada –de hecho repetí, sin cargo extra, el pozole norteño que dieron de botana- y no hubo ningún incidente que pusiera en riesgo la difícil armonía entre borrachos, más difícil aún en un evento boxístico.

Ahora sé que algo que contribuyó para que la fiesta transcurriera en paz, al menos para nosotros, fué que sólo tomamos cervezas. Fué también en esa ocasión cuando el dueño platicó ante nuestra extrañeza por el nombre del bar, que había tenido una luna de miel tan hermosa en Xcaret, que se había prometido llamar así al primer negocio que comprara.

Mi amigo era originario de Saltillo, pero residía en Hermosillo, y había venido a su tierra natal para que su mamá, ya cercana a los noventa años, conociera a la que sería su última nieta, y aprovechó mi estancia para liberarse un rato de su familia e irse de parranda conmigo. Nos habíamos conocido veinte años antes en la entonces poderosa Dirección General de Crédito, donde empezamos a trabajar el mismo día. Ese detalle, y el hecho de haber estudiado la misma carrera en el Tecnológico de Monterrey, durante los mismos cinco años, nos dió mucho de qué platicar.

Teníamos innumerables conocidos mutuos, habíamos asistido a las mismas convenciones, escuchado a los mismos conferencistas, gritado en los mismos partidos de futbol y basquetbol, habíamos estado en las mismas tomas de protesta y en los cocteles que se ofrecían al terminar éstas, nos habíamos desvelado en las mismas fechas en la sala de perforadoras de tarjetas donde se entregaban y recogían los programas de computadora. Sin embargo, y para nuestra extrañeza, no lográbamos recordar ni una sola vez de esos felices años estudiantiles del Tec, en la que uno hubiese visto al otro.

Este tema surgía siempre en nuestros múltiples recorridos por la variada y todavía segura vida nocturna de la capital mexicana, que ambos fuimos descubriendo a base de extraviarnos, en ocasiones durante horas, buscando algún lugar y de sufrir estafas que sin remedio se asestan a los provincianos en toda gran ciudad. Con este bagaje de conocimientos sobre bares, cantinas y tugurios adquirido en la ciudad de México, lo primero que hicimos después de sentarnos en una de las mesas del “Xcaret”, fué preguntar los precios de lo que pensábamos tomar –whisky para él y brandy para mí y al parecernos razonables, pedimos las primeras copas y comenzamos a platicar sobre los últimos cinco años, lapso que teníamos sin vernos.

A diferencia de mi visita anterior, el bar estaba semivacío y por lo mismo me pareció desangelado y con una decoración un tanto desagradable, de mal gusto, ambiente al que contribuía el hecho de que la encargada era una mujer de gordura excepcional y, como luego lo sufriríamos, de mal carácter. La mesera estaba más bien dedicada a ver la televisión que a atender a los clientes, por lo que había qué gritarle cuando necesitábamos algo, y entonces acudía presurosa, tomaba la orden y una tarjeta amarilla de cartón en la que la encargada del bar anotaba la cuenta, y regresaban igualmente presurosa con las bebidas y la mencionada tarjeta.

No se crea que la rapidez en el servicio se debía al loable propósito de alcanzar la excelencia. Me parece que era más bien con el ordinario fin de no perderse la secuencia de su programa televisivo. Aparte de eso y de que más tarde llegó un grupo de lugareños que reconocieron a mi amigo y lo saludaron efusivamente, como se acostumbraba en el norte del país, nada nos distrajo de nuestra plática, y se puede asegurar que hasta el momento en que decidimos pedir la cuenta, después de siete copas por cabeza y mientras nos tomábamos la “caminera”, habíamos estado a gusto.

Pero todo fué que nos dijeran a cuánto ascendió el monto de lo consumido, para que empezaran los problemas: de entrada, el total me pareció muy alto en relación con la cuenta mental que había hecho, por lo que pregunté a la mesera, en broma, que si también nos estaban cobrando la puerta del baño que mi amigo había destrozado. Ella lo tomó muy en serio y para evitarse líos y poder seguir viendo la televisión, fué a llamar a la encargada quien, con todo su peso a cuestas, llegó hasta nuestra mesa, puso la tarjeta amarilla ante mis ojos y me dijo que ahí estaba todo apuntado, que no tenía nada qué reclamar.

-¡Yo no tengo la obligación de estar revisando esa tarjeta! -le dije. Además el bar está muy oscuro, ni porque apunten ahí algo significa que estemos de acuerdo –agregué en tono todavía más o menos amable-. Lo único que quiero es que me diga qué es lo que nos está cobrando -insistí.

-Pues lo que se bebieron ¿qué más? –exclamó en forma burlona-. Si ya llevan aquí varias horas.

-Cuántas cubas y cuántos jaiboles nos está cobrando –le dije ya con un dejo de desesperación. Tomó la famosa tarjeta, se puso a contar y, al cabo de un minuto, para mi sorpresa porque estaba seguro que nos había cargado copas de más, dijo la cifra correcta:

-Ocho whiskys y ocho brandys, y... –en voz baja añadió- y como veinte refrescos.

-¿Qué? ¿Cómo? –Grité y por poco salto de la silla-. Cómo que ¿cobran los refrescos? Esos van incluidos siempre en las bebidas. En todas partes se incluyen.

-¡Pues aquí no! ¡Aquí se cobran aparte! Por eso se les pone la tarjeta con la cuenta en la mesa, para que luego no reclamen.

-¡Los paga o llamo a la policía! –replicó amenazante, con las manos puestas sobre la mesa.

-¡Haga lo que quiera! ¡Yo-no-le-voy-a-pa-gar-los-re-fres-cos! –le dije acentuando cada sílaba. Me volteé hacia mi amigo y la encargada se fue.

Cuando nos quedamos solos, mi amigo me pidió que lo dejara asumir esa parte de la cuenta –me imagino que por pena con los tipos que lo habían saludado y para no verse inmiscuido en un escándalo de cantina en su tierra natal-. Pero yo, que consideraba que estábamos siendo estafados y, además, que en Saltillo no éramos de ninguna manera provincianos, sino todo lo contrario, me negué rotundamente. De hecho, lo convencí de que sería una vergüenza permitir ese robo en una tierra de gente derecha, como se ven los norteños a sí mismos.

Después de eso nos pusimos a hacer la cuenta de lo que en justicia nos debían cobrar y a discutir cuál sería la propina adecuada. Estaba contando el dinero para dejarlo en la mesa y tratar de salirnos, cuando vi caminando hacia nosotros a la gorda encargada del bar, muy oronda, seguida por un policía ya entrado en años, pero todavía macizo.

En esos instantes pensé, con la certeza que da la fama pública de la policía, que íbamos a terminar pagando los refrescos y si nos alterábamos aún más, hasta sobornando al agente para no pasar la noche en los separos municipales. Mi amigo me echó una mirada recriminatoria de: “¡Te lo dije!”, y empezó a mover la cabeza.

Jamás me cruzó por la mente que el policía fuera a darnos la razón y sólo como una especie de salida airosa, en cuanto se paró a un costado de nuestra mesa, atiné a decirle:

-¡Qué bueno que llegó usted, jefe, para que nos defienda de esta vieja ladrona!

-¿Por qué? ¿Qué pasó? –dijo el policía, un tanto desconcertado.

-¡Imagínese usted que nos quiere cobrar los refrescos que vienen con las cubas! –le contesté en actitud de víctima.

-¡Claro! –Intervino la gorda, tranquila al sentirse con el poder a su lado-. en este bar se cobran los refrescos aparte. Así lo hemos hecho siempre. Y entonces volví a sentir la confianza en esos esforzados servidores públicos.

Con la seguridad de un experimentado bebedor hablando sobre algo elemental, el agente de policía, después de un breve momento de reflexión, dijo en un tono que no admitía réplica y con un acento norteño que nunca me ha sonado tan musical:

-¡No señora! ¡Los refrescos no se cobran con los tragos!

Tomada del Libro: “Relatos de Salvatierra y otros lugares”
de: Víctor M. Navarrete Ruiz


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