Cigarrillos “Pata de Cabra”... por favor.
En época del Virrey Iturrigaray, es decir por el año de 1808, Salvatierra, junto con las ciudades de León y San Luis de la Paz, eran las más importantes de la Intendencia de Guanajuato por su pujanza económica. Para Salvatierra vino el declive económico en los años subsiguientes, por causas que no vienen al caso tratar en el presente capítulo.
Sólo quedaron algunas pailas o fábricas de jabón. Había también algunos talleres con telares de rebocería, mantas y camballas. Vinieron después las fábricas de hilados y tejidos: “La Reforma” y la de los Argomedo en Batanes.
Donde sí se veía pujanza ostensible fué en la industria del cigarro y puros.
Suprimido el monopolio del tabaco por el gobierno, que se había dado en la colonia, comenzaron los industriales en pequeño a torcer cigarros para su venta. Más como todo mundo estaba impuesto a tomar su jícara y su albayalde para torcerlos en casa al dulce conversar en familia o con personas de confianza, sólo los ricos y los jóvenes consumían los que se vendían en estanquillos y tiendas. Los primeros cigarros elaborados nos llegaron de la vecina Ciudad de Yuriria; los de “La Emperatriz” de Don Nicolás Castro; y los “América” de Don Sacramento Guerrero.
En Salvatierra, pronto empezó la producción en pequeñas industrias familiares, los cigarros más conocidos fueron: los “Pata de Cabra” o “Pata de Chiva” en cajetillas de 18 cigarros. Se llamaban así porque al torcerlos y para evitar que el cigarro ya torcido se desdoblara, le fajaban por en medio una tira de papel y por un lado le oprimían con un dedal de hojalata que traía en un dedo el operador, éste tenía una uña o punta dejándolo tapado y marcada en medio la ranura de la uña, que simulaba la pezuña de una cabra; y los “Churumbeles”, o sea un manojo de 18 cigarros fajados por en medio con una tira de papel; “Las Bolas” eran cigarros en forma de barrilito amarrados en los extremos con cáñamo amarillo.
Sus precios eran: los “Pata de Cabra” en cajetilla, tres centavos; los “Churumbeles”, dos paquetes por cinco centavos; y siete cigarros sueltos valían un centavo.
El proceso de elaboración más o menos era el siguiente: el probador era un hombre conocedor de la preparación del tabaco, rociaba las hojas con una infusión preparada a base de hojas de higuera, de guayabo y tripas de cirial. Se humedecía y se ponía a reposar en sacos de petate, bien prensado. Después, el catador decía si estaban en su punto, para que los picadores iniciaran su labor.
Las demás tareas eran; los cortadores de papel; los encajetilladores, los torcedores de cigarros; y los que pegaban las hojas de papel con atole de maíz.
Con el paso de los años llegaron las primeras marcas, sobre todo de la Capital; “La Prueba”, “La Niña”, “El Negrito” y “El Borrego” de Don Íñigo Noriega; vinieron después los de “El Profeta” y los de “El Gallito”. Por los años veinte entraron al mercado los de las fábricas “El Buen Tono” y los “Gardenia Chorrito”. Hubo otros como: “Los Yucatecos”, los “Reina Victoria” y los “Alfonso XIII”. Para 1926, entró la la Cigarrera “El Águila” con sus conocidas marcas que hoy perduran: “Faros” y “Tigres”.
El complemento, o sea el encendido de los cigarros también evolucionó; primero fué el encendido en el bracero; el pedernal, la yesca y el eslabón, después, le siguieron los fósforos de una cabeza con varita de cartón o de ocote, les decían cerillos de ruido o del diablito, por explosivos y ruidosos, y por último, los de silencio con dos cabezas.
La competencia a todos los niveles fué dura y feroz. En Salvatierra una marca ostentó como logotipo el escudo de la ciudad: los de “El Buen Tono”, que eran publicitados por Juan Silveti, padre de una dinastía de toreros, con el lema; “Silveti fuma el Buen Tono”; la conocida tienda “La Isla de Cuba” era la distribuidora exclusiva de la Cigarrera El Águila, con sus afamadas marcas: “Faros” y “Tigres”; y hasta de Yuriria nos llegó como publicidad la parodia de una conocida jaculatoria, que rezaba: “Emperatriz poderosa de los mortales consuelo, dadme una marca famosa para vencer a Guerrero” haciendo referencia a dos de los fabricantes de pitillos de esa ciudad.
El último representante en Salvatierra de este gremio fué Don Teódulo y su hija Chucha, que vivieron en el Callejón del Padre Eterno, allá por los años sesenta.
Las Imágenes de un Nazareno que Gemía y
la de un Cristo que lloró Sangre
Salvatierra es un tesoro, si no, compruébenlo ustedes.
Nuestra provinciana ciudad no se quedó atrás en lo que se refiere a leyendas que forman parte de nuestra historia y que no fueron registradas en la escritura con datos precisos, pero que despiertan un marcado interés. Hemos escuchado con emoción los relatos de fabulosos tesoros y de hechos increíbles, sucedidos en nuestras plazas y calles.
Las casonas viejas de la ciudad, son el lugar ideal para asegurar que hay dinero enterrado, y parece ser que más de alguna persona de nuestra época ha logrado dar con alguno de esos tesoros al hacer una reparación de una vetusta finca, encontrando entre sus muros bolsas de cuero de chivo repletas de monedas de oro y plata protegidas por cuartones de mezquite. Otros aseguran que “el muerto se les ha cargado” y viven con la esperanza de ver el día menos pensado, arder en el suelo o las paredes la llama azulosa que les indique el lugar de “el guardo”.
Pero en Salvatierra tenemos un tesoro, está a la vista y es de todos. Es de las pocas ciudades en que la generalidad de los templos pueden ofrecer un conjunto de imágenes exquisitamente bellas: San Nicolás de Bari y el Señor de la Clemencia, en el Templo de Santo Domingo; la suave melancolía del Patriarca de Asís y la conmovedora representación de Jesús Cautivo, en el Templo de San Francisco; la Virgen del Rosario y el Señor del Desmayo en Capuchinas; la Sagrada Familia en la Parroquia del Ranchito; la Virgen del Carmelo –tan bella la del altar mayo, como la “Güerita” de las peregrinaciones-, el Niño de Praga y Santa Teresita del Niño Jesús, en el Templo del Carmen; la Dolorosa del Oratorio, que difícilmente tendrá igual y allí mismo la Magdalena, el Apóstol San Juan y el Señor de la Flagelación; el Niño Limosnerito, San Pedro, San Andrés, El Sagrado Corazón y el San Juan Bautista en la Parroquia, y allí mismo, la bellísima imagen de Nuestra Señora de la Luz con su enigmática y misteriosa sonrisa que nos ha dispensado por más de cuatrocientos años.
¿Cuánto podrán valer las joyas que luce Nuestra Señora de la Luz?, ¿Cuánto podrán valer también los altares del Oratorio y de San Francisco, labrados finamente en cantera rosa por el humilde artesano Don Eligio Sanabria?, ¿Y cuánto ese portón y ese cancel de la parroquia, realizados por el humilde ebanista casi ciego, Don José Dolores Herrera?, ¿Y el Sagrario del Santuario de Guadalupe?, que hiciera él mismo y que es una réplica exacta del famoso “pocito” de la Villa de Guadalupe y que consta de más de mil piecesitas pequeñas labradas todas a mano?.
Otra parte del tesoro está en el portón del Templo de San Antonio y la puerta lateral del Templo de San Francisco conocida como la “puerta de los arcángeles”, ambas construidas hace más de doscientos cincuenta años. También el retablo de
la sacristía parroquial, que fuera el altar de la Capilla del Mayorazgo. Y las
esculturas sevillanas del Convento de las Capuchinas, así como el acervo de valiosísimas pinturas que hay en casi todos nuestros templos y tienen un valor incalculable. Que si por indiferencia no queremos tomar en cuenta su valor apreciativo, cuente para nosotros su valor material, que no es de miles, sino de millones de pesos. Y es nuestro; sí es nuestro porque no lo legaron nuestros padres y se lo podremos legar a nuestros hijos, los niños de hoy y siempre.
Incrementando este tesoro, existe en el Templo de San Francisco una hermosísima imagen del Señor de las Tres Caídas, el más bello retrato de Cristo que existe en la Ciudad de Salvatierra. Esta imagen, hoy privada de altar propio –el suyo estaba a mitad del templo en el muro del lado del evangelio- y sin el cuidado que su hermosura amerita, está relegado a una capilla a la entrada del templo. Es lástima, porque en muchas leguas a la redonda no se encuentra fácilmente otra imagen de Jesús que a la belleza de sus líneas reúna la suficiente serenidad que muestra esa escultura.
Es de goznes y era fama que en la ceremonia de las tres caídas, que se hacía en muy devota procesión por las calles de la ciudad, podía dar tres pasos antes de caer bajo el peso de la cruz. Comentaban los viejos que en el momento de doblarse en la caída, lanzaba un dolorosísimo gemido, debido a una combinación que tenía en los goznes, la cual, por orden de un Jefe Político de la segunda mitad del siglo XIX, se le quitó. Porque la impresión que producía ese gemido causó en no pocas ocasiones sustos muy grandes a no pocas personas, contándose que una vez una pequeña niña, que padecía del corazón, murió al escuchar el lastimero lamento.
Otra imagen hoy desaparecida en Salvatierra, era la de un Cristo que fué venerado en el Templo de Santo Domingo, se le conoció como el Señor del Buen Despacho, era más grande que los Cristos normales, impresionaba su gran tamaño. De esta imagen existen pocos datos; casi nulos, pero resulta que se formó todo un expediente acerca de él por los hechos extraordinarios que sucedieron, al decir de los viejos devotos: ¡LLORÓ SANGRE!
Esto provocó que fuera retirado y enviado a un Templo de la Ciudad de San Luis Potosí en el primer tercio del siglo XX, perdiéndose totalmente de nuestra historia esta imagen, prácticamente ni sabemos que existió y menos que lloró sangre.
Tomadas del Libro: “Leyendas, Cuentos y Narraciones de Salvatierra,
Segunda Parte” de Miguel Alejo López
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