La Deserción de Católicos a las Sectas Protestantes
Por : Rodolfo Mújica Pérez
¿Por qué desertan algunos católicos de su santa religión para incorporarse a las sectas protestantes? Esta pregunta se las he hecho a varios amigos míos, y su respuesta es la misma que he oído y leído en cassettes y libros, y es ésta: “Los católicos que se separan de su santa religión católica y abrazan las sectas protestantes, se debe a su ignorancia, o bien, a esos tales les faltó fuerza de voluntad, para rechazar las mentiras de los protestantes y se dejaron “lavar el cerebro”, etc, etc.” Pero esos desertores responden: “Yo antes era un borracho, un mujeriego, un desobligado con mi familia y nomás me cambié de religión, y “santo remedio”, ahora soy muy feliz y nada falta en mi casa...”
Este fenómeno psicológico de los católicos que han vuelto su espalda a su santa religión, me ha puesto a pensar a fin de encontrar el porqué de ese cambio. Luego de darle muchas vueltas a este asunto, he llegado a creer que tal vez nosotros los católicos de actualidad, tenemos parte de culpa de tal fenómeno, porque ya no somos los católicos de antes. Nuestros antecesores eran mas caritativos que nosotros. Su forma de vida estaba más apegada a las enseñanzas del Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, además la gente cumplía fielmente con las reglas de sus devociones y tenían por modelos a San Francisco de Asís, San Vicente de Paul, San Antonio de Padua, San Francisco de Sales, San Juan Bosco, al Padre “Sabalita” y al Padre del Valle. Casi todas las mujeres eran devotas a la Santísima Virgen María. Cosa que ahora las devociones están por los suelos.
Ahora, parece ser que se nos ha endurecido el corazón. Somos menos sensibles al dolor y al sufrimiento de los demás. Si alguien es víctima de una injusticia de parte de las autoridades, lo dejamos solo a que lo revuelque el toro y nosotros nos quedamos muy calladitos. Esa actitud nuestra no está bien. En esto y a manera de ejemplo, yo exhorto a mis hermanos católicos a leer y meditar el contenido de la Parábola “del Buen Samaritano” que está escrita en la Sagrada Biblia en su Capítulo X, versículos 25 al 37 del Santo Evangelio según San Lucas, que a la letra dice así:
“Levantose entonces un doctor de la Ley, y díjole con el fin de tentarle: Maestro, ¿qué debo yo hacer para conseguir la vida eterna? –Díjole Jesús: -¿Qué es lo que en ella lees? –Respondió el doctor: -Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. –Replicole Jesús: -Bien has respondido, haz eso y vivirás. –Mas él, queriendo dar a entender que era justo, preguntó a Jesús: y ¿quién es mi prójimo? -Entonces Jesús tomando la palabra, dijo: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones que le despojaron de todo, le cubrieron de heridas y se fueron dejándole medio muerto. Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote, y aunque le vió, pasose de largo. Igualmente un Levita, a pesar de que se halló vecino al sitio, le miró y tiró adelante.
Pero un pasajero de nación Samaritano, llegóse a donde estaba y viéndole, movióse a compasión, y arrimándose, vendó sus heridas, bañándolas con aceite y vino y subiéndole en su cabalgadura, le condujo al mesón, y cuidó de él en un todo. Al día siguiente sacó dos denarios de plata, y dióselos al mesonero diciéndole: -Cuídame este hombre y todo lo que gastares yo te lo abonaré a mi vuelta. QUIÉN DE ESTOS TRES te parece haber sido su prójimo del que cayó en manos de los ladrones? –Aquel, -respondió el doctor- que usó, con él de misericordia. -Pues anda, -díjole Jesús, y has tú otro tanto”
Pues eso es precisamente lo que hacen los protestantes con su prójimo . Ellos sí se ayudan unos con otros. A mí me constan esos comportamientos de ellos. Un hombre sin trabajo y con hijos, se acerca a ellos y de acuerdo con el Pastor, se mueven y le consiguen un trabajo. Lo mismo si se trata de un hambriento o enfermo pobre, etc., etc. Por otra parte, nunca yo he sabido que un protestante mate a otro protestante o que roben, defrauden, engañen a otra persona, aunque no sea de su creencia. Sin embargo, triste es decirlo, entre nosotros los católicos, casi nunca se ve una solidaridad semejante. Con cuánta facilidad a nosotros los católicos nos “gana el diablo”, montamos en cólera, sacamos la pistola o el cuchillo y por un mal entendido herimos a nuestro vecino, o bien, teniendo dinero pretendemos seducir a la mujer de Nuestro Prójimo. Yo he notado que no se ven pordioseros, ni lisiados que sean protestantes. Parece ser que tienen muy presentes el ejemplo del Buen Samaritano.
Nosotros los católicos, en lo personal también podemos ayudar a nuestro prójimo, de acuerdo con nuestras posibilidades. Hay mil maneras de hacerlo, son tantas las necesidades del más pobre, del marginado, del desposeído, del huérfano, del triste, del afligido por un gran pesar o ante una desgracia. El campo es muy extenso: si pensamos que a diario se cometen injusticias que sufre el pobre por no tener dinero, pues el rico todo lo arregla con su dinero, aunque haya cometido el crimen mas horrendo. Puede pisotear los derechos del pobre y nunca ser castigado. Las cárceles están llenas de pobres, dentro de ellas no se encuentran los ricos.
Para seguir adelante y a decir verdad, es cierto que dentro de la grey católica hay gente muy piadosa y caritativa, pero son pocos, y lo que necesitamos es que la mayoría de nosotros los católicos seamos mas compadecidos con los demás hermanos en humanidad. Yo pienso que sería bueno que en cada parroquia hubiera un Ministerio de ayuda mutua para apoyar a los necesitados en casos desesperados, previa comprobación del caso. Pueden formarse Cajas de Ahorro, para allegar fondos al Ministerio encargado de impartir ayuda a los verdaderamente necesitados, por ejemplo: un difunto que su familia no tiene dinero ni para comprar las velas ni el ataúd. Esto sería en lo colectivo. Pero sería bueno que en lo personal, tomáramos como modelo a seguir la cristiana actitud del “Buen Samaritano”.
Hace muchos años en la esquina de mi casa, había una tiendita, su dueño se llamaba Miguel. Era originario del Sabino, muy católico el hombre. Al terminar cualquier plática o frase, siempre decía “Bendito sea Dios”. Pues bien, una tarde llegó a su tiendita un señor ya viejo, campesino, amigo de don Miguel, de nombre Domingo. Luego de saludar a su amigo, se sentó en un banco rústico, sacó un morralito donde traía su tabaco, sus hojas de maíz, su eslabón, su yesca y su piedra de lumbre e hizo un cigarro. Lo prendió y empezó a fumar. Este señor tenía la gracia de platicar muy sabroso y sabía muchas anécdotas y daba a sus oyentes muy sanos consejos. Tenía ese hombre mucha experiencia. Los muchachos de la cuadra ya lo conocíamos y cuando llegaba a visitar a don Miguel, nos acercábamos a él para oírlo platicar.
Esa vez empezó de éste modo: “Mira Miguel, toma atención de lo que te voy a decir. También ustedes muchachos, paren bien las orejas: Miren ustedes, jamás vayan a olvidar este consejo: cuando se les presente la ocasión y vean a un prójimo, sea hombre, mujer, niño o anciano, necesitado de ayuda, no escatimen tiempo ni dinero, vayan prestos a socorrer a esa persona. Ayuden al hambriento, al indefenso, al despreciado, a la viuda, al huérfano, al enfermo. Si ustedes no tienen dinero, pierdan la vergüenza y pidan caridad para llevar lo más que puedan a esas gentes afligidas. Tengan siempre presente este consejo que yo les doy”. - Siguió diciendo el hombre: “¿Lo oíste Miguel? Procura no ser tan tacaño con tu familia ni con los demás. Ustedes muchachitos que me han oído, pórtense bien con sus padres y cuando sean grandes en edad, procuren socorrer a los pobres.
Recuerdo también haber oído a mi “jefecito” decir a sus amigos que aquel que cura a un hombre enfermo de la cruda, hace una obra de caridad. Pero yo nunca iba a imaginar, que esos consejos y comentarios habían quedado en mi mente grabados tan firmemente que no tuve ningún trabajo ponerlos en acción, cuando se me presentó la oportunidad de ser útil a los demás. De los casos que pude atender, citaré tres de ellos. Allá por el año de 1960, siendo Presidente Municipal de nuestro Salvatierra, el señor don José Jiménez Díaz, yo me encontraba sin trabajo y él me favoreció con el empleo de Alcaide Municipal. En ese tiempo, la cárcel estaba ubicada en la calle Juárez. En pocos días me di cuenta que en una cárcel es el lugar donde se presentan las oportunidades de hacer caridades. Me dije: “Estos hombres causados con largas condenas por muy malos que sean, yo tengo la obligación de cuidar de ellos. Yo no debo ser su verdugo. Con esta mentalidad empecé a desempeñar el cargo. En ese tiempo, estaba preso un señor de nombre Elpidio, del rancho de San Nicolás de la Condesa, municipio de Tarimoro, Gto. Un día, el auxiliar de mi confianza me llamó diciéndome: -Don Elpidio está muy malo, hace dos días que no se levanta de su petate. Fui presto, lo interrogué y por los síntomas deduje que se trataba de un tifo maligno.
El enfermo no tenía ni para comprar una cajetilla de cigarros Faros. En ese tiempo, frente a la cárcel había una farmacia atendida por un boticario de nombre Juanito Zamora, muy amable por cierto, que le fiaba medicina al Alcaide en casos de urgencia, y después se le pagaba. Le pedí a crédito a don Juanito 20 cápsulas de Cloranfenicol. Le di indicaciones al auxiliar para que le diera a tomar la medicina con puntualidad. Aquel hombre se alivió y un mes después fueron sus familiares a visitarlo, gente del rancho muy sencilla, pero agradecida. Don Elpidio les contó lo sucedido. Luego me pagaron el importe de la medicina y a mi me daban una gratificación que desde luego, me rehusé recibirla. Yo ya le había pagado las cápsulas a don Juanito, pues del mismo cuero correas.
Pues en la oficina del Alcaide había una regla vigente para los borrachos. Llegando a la mesa tenían que dejar en depósito, el reloj, alguna arma, anillos, dinero, para entregárselas cuando salieran del “bote”. Se hacía eso para evitar que los demás borrachos los despojaran de sus prendas. Pero había muchos Alcaides que no les devolvían nada, particularmente el dinero. Bueno, pues yo le hacía de este modo: Por ejemplo, si un borrachito dejaba 20 pesos, le tomaba yo cinco pesos, para ponerlos en una alcancía. Este dinero lo gastaba en la compra de un litro de chínguere (aguardiente) de Moroleón para curar la cruda de los mismos borrachos, darle alguna gratificación al Oficial de mi confianza en el interior de la cárcel, para el cajonero y para comprar yo mis cigarros.
Por cierto, el mandadero me decía: -Usted señor Alcaide, es muy tonto. Agárreles mas a los borrachos. Mire lo que hacía el otro Alcaide: Una noche los gendarmes trajeron un borracho, dejó sus prendas y además un fajo medio grueso de billete-dólar. De todo ese dinero, el Alcaide no le entregó ni cinco centavos. Todo ese dinero “se lo clavó”... y usted se conforma con una lagaña. –Mira Gorrión (así le decían por apodo), yo no puedo hacer eso. Mi conciencia no me deja hacerlo. -Bueno, -insistía -¿y todas las “mentadas de madre” que le dan, esas qué?... –Entonces solté una carcajada diciendo: para eso me pagan. Además, cuando los borrachos me la mientan, ya llevan el doble de mi parte y de todas maneras yo salgo ganando.
Otra noche, a eso de las once, la policía me llevó a tres borrachitos que yo conocía, de oficio mecánicos, los mandé a “la Leona”, un cuarto algo grande donde se encerraban a los borrachos y a otros de faltas leves. A eso de las tres de la mañana, oí que golpeaban muy fuerte la puerta de la Leona. Fui a ver qué sucedía. Al abrir la puerta, uno de ellos me dijo: “Señor Alcaide, ¿qué hacemos? Uno de nuestros cuates se está muriendo de la cruda. Mírelo, allí está...” –Sí, estaba engarruñado y se quejaba levemente, casi sin alientos. Nunca había yo visto un crudo como ese. Mostraba un temblor incontenible. Las quijadas las tenía tiesas. Los dedos de sus manos estaban torcidos y no podía hablar. Su caso era grave.
Al verlo, ¿qué hice? Corrí a mi oficina, saqué mi botella de chínguere y una cuchara. ¡Vamos!, les dije: ¡me van a ayudar! A uno de ellos lo puse a que le sostuviera la cabeza y al otro, a abrirle poco a poco las quijadas. Traté de que pasara las primeras cucharadas, sin poder lograrlo, pero poco a poco fué consintiendo su estómago retener las siguientes cucharadas. Después de unos quince minutos vimos su mejoría hasta que al fin pudo tomarse un buen trago de vino. Ya fuera de peligro, les dije a sus dos compañeros: “Cuídenlo y ustedes también tomen la botella y échense un “fogonazo” de chínguere para que no sientan cruda alguna. En otra ocasión, como a las diez de la noche, el gendarme me llevó a un hombre joven bastante borracho. Era un cobrador de la Coca-Cola. Entre otras prendas mostró un fajo de billetes, que yo me apresuré a contar. Me los arrebató el borracho diciendo: “déjeme a mí contarlos...” Los empezó a contar, pero los billetes de cien pesos los contaba por billetes de a diez. Total, contó cierta cantidad que era mucho menos de lo que contenía el fajo. –Déme mi recibo, -me dijo como muy enojado. Entonces tomé los billetes y los conté. Sí, era una cantidad casi mas del doble de lo que él me había dicho.
Entonces, me “tocó el diablo” y me dieron ganas de quedarme con más de la mitad de aquel dinero. Pero con cuanta rapidez reaccioné y me dije: “Si yo robo a este hombre ese dinero, no va a poder pagar a la empresa ese dinero y si el patrón lo manda a la cárcel, yo lo voy a tener preso y lo voy a estar mirando y mi conciencia me va a gritar diciéndome: ‘por ti, ese individuo perdió su trabajo y sufre encarcelamiento’”. Entonces conté correctamente aquel dinero, le dí al borrachito su recibo y solo le capé diez pesos para la alcancía. Al ver aquella acción mía, el policía me dijo: Señor Alcaide, déme a mi una copia del recibo que le dió al correccional. En el caso anterior, también el policía mostró una cumplida honradez, pues no “bolseó” al borracho, pues sucede a veces que los policías, antes de llevarlos ante el Alcaide, ya en la calle les han bajado los dineros y ya llegan sin nada en la bolsa.
En el caso que les he contado, yo tuve mi premio. Sucedió que el gendarme contó el caso al Inspector de Policía y éste se lo comentó al Presidente Municipal, el cual al día siguiente que fué a la consigna me felicitó y me dijo que me iba a dar un ascenso. Sí, sí me lo cumplió. Me mandó de administrador al Rastro Municipal. El sueldo mejoró. Ya no me desvelaba y con menos horas de trabajo.
Bueno, lector amigo, hasta aquí llego. No quiero fastidiarte con charlas interminables que cansan. Por eso, solo quiero decirte que al hacer referencia de los casos descritos, lo he hecho no por presunción, ni por aparecer como un hombre bueno, pues confieso que yo muchas veces he actuado igual que el sacerdote y el Levita que pasaron de largo sin ayudar al necesitado. Ahora me arrepiento de no haber aprovechado la oportunidad de prestar ayuda a mi prójimo, que son puntos buenos a los ojos de Dios Nuestro Señor. Y los consejos de don Domingo que daba a don Miguel y a nosotros los muchachos, coincidían plenamente con la palabra Bíblica de la parábola del “Buen Samaritano”.
Pongamos pues en práctica estas enseñanzas, nada nos cuesta hacerlo. La ganancia es segura, pues asimismo, en la tierra muchas personas son agradecidas, cuando reciben nuestra ayuda en momentos difíciles. Aparte de la otra ganancia que el Señor nos tiene reservada para los que fueron indulgentes con su prójimo. Los videntes aseguran que el premio es fabuloso.
Por : Rodolfo Mújica Pérez
¿Por qué desertan algunos católicos de su santa religión para incorporarse a las sectas protestantes? Esta pregunta se las he hecho a varios amigos míos, y su respuesta es la misma que he oído y leído en cassettes y libros, y es ésta: “Los católicos que se separan de su santa religión católica y abrazan las sectas protestantes, se debe a su ignorancia, o bien, a esos tales les faltó fuerza de voluntad, para rechazar las mentiras de los protestantes y se dejaron “lavar el cerebro”, etc, etc.” Pero esos desertores responden: “Yo antes era un borracho, un mujeriego, un desobligado con mi familia y nomás me cambié de religión, y “santo remedio”, ahora soy muy feliz y nada falta en mi casa...”
Este fenómeno psicológico de los católicos que han vuelto su espalda a su santa religión, me ha puesto a pensar a fin de encontrar el porqué de ese cambio. Luego de darle muchas vueltas a este asunto, he llegado a creer que tal vez nosotros los católicos de actualidad, tenemos parte de culpa de tal fenómeno, porque ya no somos los católicos de antes. Nuestros antecesores eran mas caritativos que nosotros. Su forma de vida estaba más apegada a las enseñanzas del Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, además la gente cumplía fielmente con las reglas de sus devociones y tenían por modelos a San Francisco de Asís, San Vicente de Paul, San Antonio de Padua, San Francisco de Sales, San Juan Bosco, al Padre “Sabalita” y al Padre del Valle. Casi todas las mujeres eran devotas a la Santísima Virgen María. Cosa que ahora las devociones están por los suelos.
Ahora, parece ser que se nos ha endurecido el corazón. Somos menos sensibles al dolor y al sufrimiento de los demás. Si alguien es víctima de una injusticia de parte de las autoridades, lo dejamos solo a que lo revuelque el toro y nosotros nos quedamos muy calladitos. Esa actitud nuestra no está bien. En esto y a manera de ejemplo, yo exhorto a mis hermanos católicos a leer y meditar el contenido de la Parábola “del Buen Samaritano” que está escrita en la Sagrada Biblia en su Capítulo X, versículos 25 al 37 del Santo Evangelio según San Lucas, que a la letra dice así:
“Levantose entonces un doctor de la Ley, y díjole con el fin de tentarle: Maestro, ¿qué debo yo hacer para conseguir la vida eterna? –Díjole Jesús: -¿Qué es lo que en ella lees? –Respondió el doctor: -Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo. –Replicole Jesús: -Bien has respondido, haz eso y vivirás. –Mas él, queriendo dar a entender que era justo, preguntó a Jesús: y ¿quién es mi prójimo? -Entonces Jesús tomando la palabra, dijo: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones que le despojaron de todo, le cubrieron de heridas y se fueron dejándole medio muerto. Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote, y aunque le vió, pasose de largo. Igualmente un Levita, a pesar de que se halló vecino al sitio, le miró y tiró adelante.
Pero un pasajero de nación Samaritano, llegóse a donde estaba y viéndole, movióse a compasión, y arrimándose, vendó sus heridas, bañándolas con aceite y vino y subiéndole en su cabalgadura, le condujo al mesón, y cuidó de él en un todo. Al día siguiente sacó dos denarios de plata, y dióselos al mesonero diciéndole: -Cuídame este hombre y todo lo que gastares yo te lo abonaré a mi vuelta. QUIÉN DE ESTOS TRES te parece haber sido su prójimo del que cayó en manos de los ladrones? –Aquel, -respondió el doctor- que usó, con él de misericordia. -Pues anda, -díjole Jesús, y has tú otro tanto”
Pues eso es precisamente lo que hacen los protestantes con su prójimo . Ellos sí se ayudan unos con otros. A mí me constan esos comportamientos de ellos. Un hombre sin trabajo y con hijos, se acerca a ellos y de acuerdo con el Pastor, se mueven y le consiguen un trabajo. Lo mismo si se trata de un hambriento o enfermo pobre, etc., etc. Por otra parte, nunca yo he sabido que un protestante mate a otro protestante o que roben, defrauden, engañen a otra persona, aunque no sea de su creencia. Sin embargo, triste es decirlo, entre nosotros los católicos, casi nunca se ve una solidaridad semejante. Con cuánta facilidad a nosotros los católicos nos “gana el diablo”, montamos en cólera, sacamos la pistola o el cuchillo y por un mal entendido herimos a nuestro vecino, o bien, teniendo dinero pretendemos seducir a la mujer de Nuestro Prójimo. Yo he notado que no se ven pordioseros, ni lisiados que sean protestantes. Parece ser que tienen muy presentes el ejemplo del Buen Samaritano.
Nosotros los católicos, en lo personal también podemos ayudar a nuestro prójimo, de acuerdo con nuestras posibilidades. Hay mil maneras de hacerlo, son tantas las necesidades del más pobre, del marginado, del desposeído, del huérfano, del triste, del afligido por un gran pesar o ante una desgracia. El campo es muy extenso: si pensamos que a diario se cometen injusticias que sufre el pobre por no tener dinero, pues el rico todo lo arregla con su dinero, aunque haya cometido el crimen mas horrendo. Puede pisotear los derechos del pobre y nunca ser castigado. Las cárceles están llenas de pobres, dentro de ellas no se encuentran los ricos.
Para seguir adelante y a decir verdad, es cierto que dentro de la grey católica hay gente muy piadosa y caritativa, pero son pocos, y lo que necesitamos es que la mayoría de nosotros los católicos seamos mas compadecidos con los demás hermanos en humanidad. Yo pienso que sería bueno que en cada parroquia hubiera un Ministerio de ayuda mutua para apoyar a los necesitados en casos desesperados, previa comprobación del caso. Pueden formarse Cajas de Ahorro, para allegar fondos al Ministerio encargado de impartir ayuda a los verdaderamente necesitados, por ejemplo: un difunto que su familia no tiene dinero ni para comprar las velas ni el ataúd. Esto sería en lo colectivo. Pero sería bueno que en lo personal, tomáramos como modelo a seguir la cristiana actitud del “Buen Samaritano”.
Hace muchos años en la esquina de mi casa, había una tiendita, su dueño se llamaba Miguel. Era originario del Sabino, muy católico el hombre. Al terminar cualquier plática o frase, siempre decía “Bendito sea Dios”. Pues bien, una tarde llegó a su tiendita un señor ya viejo, campesino, amigo de don Miguel, de nombre Domingo. Luego de saludar a su amigo, se sentó en un banco rústico, sacó un morralito donde traía su tabaco, sus hojas de maíz, su eslabón, su yesca y su piedra de lumbre e hizo un cigarro. Lo prendió y empezó a fumar. Este señor tenía la gracia de platicar muy sabroso y sabía muchas anécdotas y daba a sus oyentes muy sanos consejos. Tenía ese hombre mucha experiencia. Los muchachos de la cuadra ya lo conocíamos y cuando llegaba a visitar a don Miguel, nos acercábamos a él para oírlo platicar.
Esa vez empezó de éste modo: “Mira Miguel, toma atención de lo que te voy a decir. También ustedes muchachos, paren bien las orejas: Miren ustedes, jamás vayan a olvidar este consejo: cuando se les presente la ocasión y vean a un prójimo, sea hombre, mujer, niño o anciano, necesitado de ayuda, no escatimen tiempo ni dinero, vayan prestos a socorrer a esa persona. Ayuden al hambriento, al indefenso, al despreciado, a la viuda, al huérfano, al enfermo. Si ustedes no tienen dinero, pierdan la vergüenza y pidan caridad para llevar lo más que puedan a esas gentes afligidas. Tengan siempre presente este consejo que yo les doy”. - Siguió diciendo el hombre: “¿Lo oíste Miguel? Procura no ser tan tacaño con tu familia ni con los demás. Ustedes muchachitos que me han oído, pórtense bien con sus padres y cuando sean grandes en edad, procuren socorrer a los pobres.
Recuerdo también haber oído a mi “jefecito” decir a sus amigos que aquel que cura a un hombre enfermo de la cruda, hace una obra de caridad. Pero yo nunca iba a imaginar, que esos consejos y comentarios habían quedado en mi mente grabados tan firmemente que no tuve ningún trabajo ponerlos en acción, cuando se me presentó la oportunidad de ser útil a los demás. De los casos que pude atender, citaré tres de ellos. Allá por el año de 1960, siendo Presidente Municipal de nuestro Salvatierra, el señor don José Jiménez Díaz, yo me encontraba sin trabajo y él me favoreció con el empleo de Alcaide Municipal. En ese tiempo, la cárcel estaba ubicada en la calle Juárez. En pocos días me di cuenta que en una cárcel es el lugar donde se presentan las oportunidades de hacer caridades. Me dije: “Estos hombres causados con largas condenas por muy malos que sean, yo tengo la obligación de cuidar de ellos. Yo no debo ser su verdugo. Con esta mentalidad empecé a desempeñar el cargo. En ese tiempo, estaba preso un señor de nombre Elpidio, del rancho de San Nicolás de la Condesa, municipio de Tarimoro, Gto. Un día, el auxiliar de mi confianza me llamó diciéndome: -Don Elpidio está muy malo, hace dos días que no se levanta de su petate. Fui presto, lo interrogué y por los síntomas deduje que se trataba de un tifo maligno.
El enfermo no tenía ni para comprar una cajetilla de cigarros Faros. En ese tiempo, frente a la cárcel había una farmacia atendida por un boticario de nombre Juanito Zamora, muy amable por cierto, que le fiaba medicina al Alcaide en casos de urgencia, y después se le pagaba. Le pedí a crédito a don Juanito 20 cápsulas de Cloranfenicol. Le di indicaciones al auxiliar para que le diera a tomar la medicina con puntualidad. Aquel hombre se alivió y un mes después fueron sus familiares a visitarlo, gente del rancho muy sencilla, pero agradecida. Don Elpidio les contó lo sucedido. Luego me pagaron el importe de la medicina y a mi me daban una gratificación que desde luego, me rehusé recibirla. Yo ya le había pagado las cápsulas a don Juanito, pues del mismo cuero correas.
Pues en la oficina del Alcaide había una regla vigente para los borrachos. Llegando a la mesa tenían que dejar en depósito, el reloj, alguna arma, anillos, dinero, para entregárselas cuando salieran del “bote”. Se hacía eso para evitar que los demás borrachos los despojaran de sus prendas. Pero había muchos Alcaides que no les devolvían nada, particularmente el dinero. Bueno, pues yo le hacía de este modo: Por ejemplo, si un borrachito dejaba 20 pesos, le tomaba yo cinco pesos, para ponerlos en una alcancía. Este dinero lo gastaba en la compra de un litro de chínguere (aguardiente) de Moroleón para curar la cruda de los mismos borrachos, darle alguna gratificación al Oficial de mi confianza en el interior de la cárcel, para el cajonero y para comprar yo mis cigarros.
Por cierto, el mandadero me decía: -Usted señor Alcaide, es muy tonto. Agárreles mas a los borrachos. Mire lo que hacía el otro Alcaide: Una noche los gendarmes trajeron un borracho, dejó sus prendas y además un fajo medio grueso de billete-dólar. De todo ese dinero, el Alcaide no le entregó ni cinco centavos. Todo ese dinero “se lo clavó”... y usted se conforma con una lagaña. –Mira Gorrión (así le decían por apodo), yo no puedo hacer eso. Mi conciencia no me deja hacerlo. -Bueno, -insistía -¿y todas las “mentadas de madre” que le dan, esas qué?... –Entonces solté una carcajada diciendo: para eso me pagan. Además, cuando los borrachos me la mientan, ya llevan el doble de mi parte y de todas maneras yo salgo ganando.
Otra noche, a eso de las once, la policía me llevó a tres borrachitos que yo conocía, de oficio mecánicos, los mandé a “la Leona”, un cuarto algo grande donde se encerraban a los borrachos y a otros de faltas leves. A eso de las tres de la mañana, oí que golpeaban muy fuerte la puerta de la Leona. Fui a ver qué sucedía. Al abrir la puerta, uno de ellos me dijo: “Señor Alcaide, ¿qué hacemos? Uno de nuestros cuates se está muriendo de la cruda. Mírelo, allí está...” –Sí, estaba engarruñado y se quejaba levemente, casi sin alientos. Nunca había yo visto un crudo como ese. Mostraba un temblor incontenible. Las quijadas las tenía tiesas. Los dedos de sus manos estaban torcidos y no podía hablar. Su caso era grave.
Al verlo, ¿qué hice? Corrí a mi oficina, saqué mi botella de chínguere y una cuchara. ¡Vamos!, les dije: ¡me van a ayudar! A uno de ellos lo puse a que le sostuviera la cabeza y al otro, a abrirle poco a poco las quijadas. Traté de que pasara las primeras cucharadas, sin poder lograrlo, pero poco a poco fué consintiendo su estómago retener las siguientes cucharadas. Después de unos quince minutos vimos su mejoría hasta que al fin pudo tomarse un buen trago de vino. Ya fuera de peligro, les dije a sus dos compañeros: “Cuídenlo y ustedes también tomen la botella y échense un “fogonazo” de chínguere para que no sientan cruda alguna. En otra ocasión, como a las diez de la noche, el gendarme me llevó a un hombre joven bastante borracho. Era un cobrador de la Coca-Cola. Entre otras prendas mostró un fajo de billetes, que yo me apresuré a contar. Me los arrebató el borracho diciendo: “déjeme a mí contarlos...” Los empezó a contar, pero los billetes de cien pesos los contaba por billetes de a diez. Total, contó cierta cantidad que era mucho menos de lo que contenía el fajo. –Déme mi recibo, -me dijo como muy enojado. Entonces tomé los billetes y los conté. Sí, era una cantidad casi mas del doble de lo que él me había dicho.
Entonces, me “tocó el diablo” y me dieron ganas de quedarme con más de la mitad de aquel dinero. Pero con cuanta rapidez reaccioné y me dije: “Si yo robo a este hombre ese dinero, no va a poder pagar a la empresa ese dinero y si el patrón lo manda a la cárcel, yo lo voy a tener preso y lo voy a estar mirando y mi conciencia me va a gritar diciéndome: ‘por ti, ese individuo perdió su trabajo y sufre encarcelamiento’”. Entonces conté correctamente aquel dinero, le dí al borrachito su recibo y solo le capé diez pesos para la alcancía. Al ver aquella acción mía, el policía me dijo: Señor Alcaide, déme a mi una copia del recibo que le dió al correccional. En el caso anterior, también el policía mostró una cumplida honradez, pues no “bolseó” al borracho, pues sucede a veces que los policías, antes de llevarlos ante el Alcaide, ya en la calle les han bajado los dineros y ya llegan sin nada en la bolsa.
En el caso que les he contado, yo tuve mi premio. Sucedió que el gendarme contó el caso al Inspector de Policía y éste se lo comentó al Presidente Municipal, el cual al día siguiente que fué a la consigna me felicitó y me dijo que me iba a dar un ascenso. Sí, sí me lo cumplió. Me mandó de administrador al Rastro Municipal. El sueldo mejoró. Ya no me desvelaba y con menos horas de trabajo.
Bueno, lector amigo, hasta aquí llego. No quiero fastidiarte con charlas interminables que cansan. Por eso, solo quiero decirte que al hacer referencia de los casos descritos, lo he hecho no por presunción, ni por aparecer como un hombre bueno, pues confieso que yo muchas veces he actuado igual que el sacerdote y el Levita que pasaron de largo sin ayudar al necesitado. Ahora me arrepiento de no haber aprovechado la oportunidad de prestar ayuda a mi prójimo, que son puntos buenos a los ojos de Dios Nuestro Señor. Y los consejos de don Domingo que daba a don Miguel y a nosotros los muchachos, coincidían plenamente con la palabra Bíblica de la parábola del “Buen Samaritano”.
Pongamos pues en práctica estas enseñanzas, nada nos cuesta hacerlo. La ganancia es segura, pues asimismo, en la tierra muchas personas son agradecidas, cuando reciben nuestra ayuda en momentos difíciles. Aparte de la otra ganancia que el Señor nos tiene reservada para los que fueron indulgentes con su prójimo. Los videntes aseguran que el premio es fabuloso.
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