La Leyenda de Urireo
Tan viejo como el tiempo y presente como el sol.
Con esta sencilla frase podemos describir el viejo Tlaxayacalt o viejo pueblo de Urireo, con sus caprichosas calles y su hermoso Cristo de la Salud; como queriendo ascender al cielo de la mano de María cada quince de agosto. Las raíces etimológicas del significado de su nombre nos compenetran e ilustran en la esencia misma; en el rostro y corazón; en el cuerpo y alma de ese gran pueblo. Del vocablo purépecha que significa “nariz” a “adelante” y que en la lengua Náhuatl se pronuncia Tlayacaque del vocablo Teyancacantiuh; era el nombre que en el siglo XVI se daba a los indígenas que servían de guía en los caminos a los frailes misioneros cuando salían a administrar los sacramentos.
¡Mas viejo que Salvatierra! En el año de 1580 el Virrey de la Nueva España Don Lorenzo Suárez de Mendoza, Conde de la Coruña, concedió autorización para que en ese lugar se fundara un pueblo de indios. Esta doctrina atendida por humildes frailes franciscanos se formó con indios chichimecas y purépechas dispersos en Cópro, Cerro Prieto y Parácuaro. En la Notaría Parroquial de Salvatierra existe un viejo libro que da cuenta de esa comunidad, existiendo desde el primer momento un hospitalillo donde empieza la historia de su hermoso Cristo y de su inigualable devoción a María de la Ascensión.
Con el tiempo tuvo sus propias tierras, el Virrey de la Nueva España Conde de Revillagigedo se las dotó en el año de 1755. Nunca han dejado de trabajar desde sus fundadores los indios: Juan Bautista y Juan Miguel, se han distinguido por su independencia e identidad propias, no sólo económica, sino social y religiosa. Pero, ¿de dónde les viene esa independencia y autonomía? Una antigua leyenda nos revela su secreto.
Dicen las viejas crónicas que nunca permitieron extraños en su pueblo, era ellos, ¡nada más ellos!.
Su conciencia les dicta que son los hombres del maíz; de piel morena y cabellos gruesos, robustos y trabajadores. Las mujeres con sabor a clavo y canela, robustos y trabajadores. Las mujeres con sabor a clavo y canela; caminan por nuestras calles con gracia y salero ofreciendo sus delgadas, blancas y sabrosas tortillas, sin importar el sol, el frío y la lluvia. En ellos no hubo mestizaje, dicen los viejos que para preservar su raza y estirpe, escondían a sus mujeres en las cuevas del pueblo cuando llegaban hombres blancos.
Y sólo así; no perdieron la identidad que tanta falta nos hace hoy a todos los salvaterrenses.
El Fantasma del Museo
Esta narración ha sido reconstruida con documentos de archivo y la crónica periodística aparecida en “El Pequeño Ahuizote” editado en Salvatierra en el año de 1888 e impreso en los talleres tipográficos de Don Francisco Balandra.
Los hechos y sucedidos conmocionaron a la sociedad salvaterrense en el mes de julio de ese año, mes de fiestas y peregrinaciones en honor de la Reina del Carmelo. La jamaica o kermés era la ocasión ideal para la aristocracia salvaterrense del siglo XIX de convivir y tener el roce y las relaciones sociales entre las amistades y parientes. Las jamaicas populares eran por lo regular al medio día o por la tarde, las de la alta sociedad se programaban en la noche. Todas o casi todas eran con motivos religiosos o patrióticos.
Eran las cinco de la tarde. La Plazuela y el Cementerio del Carmen estaban cubiertos de un numeroso gentío; notándose en todos los semblantes de animación y contento. Las entusiastas notas de la danza taurina surcaban el espacio en todas direcciones, arrancando un ¡HURRA! de alegría a todos los concurrentes. Se acababa de abrir el mercado de la jamaica preparada para ese día y cuyo objeto era conocido por todos, recaudar fondos para el Templo del Carmen.
Aún cuando no habían llegado todas vendedoras, sus puestos estaban perfectamente arreglados, notándose en la mayor parte de ellos; el buen gusto; la elegancia; y ese aspecto alegre y encantador propios de su género. Verónica no podía faltar, de una talla deliciosamente mediana, ni alta, ni baja. Parecía que para formar su cuerpo se amasaron rosas y azucenas modelándolas en sobrios lineamientos de escultura. Fino y esbelto era su talle, blancas y pequeñas sus manos que terminaban en pequeñas yemitas de denso nacarado, sus diminutos pies parecían que ni el suelo tocaban.
Su purísimo rostro hacía lucir soberanamente sus ojos de pardo oscuro, grandes de indefinible mirar adornados de rizadas pestañas bajo los arcos triunfales de sus dejas, el perfil de su nariz y su pequeña boca de labios rojos, dejaba entrever una blanca dentadura de marfil, y su opulenta cabellera de color castaño caía suavemente sobre sus hombros.
Esas formas adorables se ocultaban bajo un suave vestido de las mejores telas de la época, dejando escapar las curvas de su angélico busto en perfecta armonía con su alabastrino cuello. Esta sin par hermosura la conocieron los salvaterrenses de finales del siglo XIX. Ante ellos paseaba su prestancia, ocasionando admiración rendida de los hombres y envidia recelosa de las mujeres. Sin embargo lo que le había otorgado la naturaleza, le negó la fortuna, era modesta en su posición social, pues había nacido hija de una mujer que trabajaba de costurera de encopetadas damas.
A las siete y media de la noche estaba el comercio de la jamaica en todo su apogeo, era tal aglomeración de gente que a duras penas se podía dar paso. Los puestos sin excepción estaban perfectamente preparados y servidos, y todos con ricos manjares como para chuparse los dedos; el de las Sritas. Argomedo no dejaban nada que desear, ni mucho menos el tacto y finura con que eran servidos los platillos; el café de la Sra. Margarita S. de Argomedo no tenía precio, acompañado de ricos panecillos; en el puesto de la Sra. y Sritas. Otamendi llamado “La Indita”, con sus ricos tacos, chalupitas y enchiladas; el de la Sra. y Sritas. Espinosa, con su atinado nombre de “La Taurina”, vendiendo toda clase de vinos y licores.
“El Rey Cambrinus” a cargo de Isidro Olace no alcanzó a emborrachar a todos, y eso que no le quedó ni una gota de cerveza.
En todos los corrillos, sólo se veían estos o semejantes comentarios: -¡caramba, qué dulces tan sabrosos venden las Marías!- ¿y qué me dices del pollo servido por las lindas manos de Otilia y Cuca, y de las delicadas hojuelas de Trini? –pero si el atole y los tamalitos que prepararon Cuca y Angelita Villagómez no conocen rival-, pues no se quedan atrás las enchiladas de Chucha Zamora, de Pepa y Juana Torres y de las niñas Rosillo, ni el agua fresca de Basilisa, Concha y Lupe, menos los exquisitos pasteles servidos por Pepita Villagómez y Juanita Romero, ni el sabroso arroz de Adelita, ni los diminutos puros y cigarros de Aurelia, -lo que yo he encontrado más sabroso, decía el visitador del timbre, son los helados del Popocatépetl; pues Chana y Nina merecen patente de privilegio, -la sorpresa preparada por Santiago Scalán con su alegoría de pulques es tan oportuna como la María Sierra y su cabra representando a la Esmeralda de Víctor Hugo; ¡cómo la miraban Don José Argomedo y Don Francisco Llamosa!.
Mientras tenían lugar estos comentarios, la simpática Tella Romero y el joven Miguel Argomedo buscaban por mar y tierra, a los concurrentes, que con sorpresa recibían algún telegrama transmitido por la “Línea de la Caridad”, cuya oficina estaba a cargo de Nicolás Otamendi, los mensajes a Verónica le llovieron, no se daba abasto para leerlos.
La fiesta se prolongó hasta después de las doce y media de la noche, quedando solamente los jóvenes; hombres y mujeres en el puesto “La Taurina”, dónde despachaba las últimas bebidas Don Francisco Sandi. La novedad entre las muchachas casaderas era un joven ingeniero recién titulado en la Ciudad de México; Manuel Medina Montelongo, quién además de sus modales elegantes y buen vestir, poseía el don de la charla amena, graciosa y cautivadora.
Había llegado hacía días, alojándose en la casa paterna de la Calle del Carmen –hoy Juárez #208-, desde el momento mismo de su llegada le impactó la belleza de Verónica, quien fue todo el tiempo la destinataria de sus atenciones. El grupo de muchachos se dispersó, tomando cada quien el rumbo del hogar. Manuel acompañó a Verónica, bastándole solamente la poca distancia del atrio del cementerio a la casa de la Calle del Carmen para convencerla a pasar, a sabiendas de que sus padres estaban ausentes de la ciudad.
De alguna manera, el ambiente de fiesta y la soledad de la casa, propició lo que tenía que suceder, y sucedió. Pero los principios son los principios, y los remordimientos llegan; Verónica no fue la excepción, presa de ellos, tomó el camino fácil de escapar de una realidad. ¡Se cortó las venas!
Tomo mundo asistió a las honras fúnebres, los que la admiraban y las que la odiaban. Por muchos años perduró su recuerdo, pero no bastó para apaciguar los remordimientos de su espíritu.
En la Casa del Museo habita, sale a todas horas, de día o de noche, sólo basta que haya poca frente. Dicen los que le han visto que viste de negro con formas de mujer hermosa.
Tomadas del Libro: “Leyendas, Cuentos y Narraciones de Salvatierra,
Segunda Parte” de Miguel Alejo López
Segunda Parte” de Miguel Alejo López
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