Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

martes, 1 de enero de 2013

Vida y Costumbres en Salvatierra

En la primera mitad del siglo veinte en Salvatierra había una actividad febril. También podemos decir fabril. Siendo las seis y las nueve de la mañana y a las tres de la tarde, la fábrica La Reforma hacía sonar su silbato para dar salida a un turno y, por consecuencia obligada, al inicio de otro turno de labores. Sabíamos, aunque no hubiéramos entrado en ella, que allí trabajaban los aprendices, obreros y oficiales en las cardas, en los tróciles, en los hilados, en el departamento de tejido, unos trabajaban en la tintorería o en el taller, había cabos, maestros y correiteros.

Se fabricaba tela de dril y mezclilla, popelina y camballa. Hubo una temporada durante la cual los niños traíamos pantalón verde por la tela que fué vendida a los obreros. Los niños de Salvatierra traíamos el mismo uniforme. El silbato de la fábrica y las campanadas del reloj de la parroquia dirigían y marcaban los tiempos en la ciudad. Era un gran gusto ver que los obreros llegaban por todos los rumbos de la ciudad, y por la calle Hidalgo formaban hileras; unos iban al trabajo con ánimo y pasos grandes, otros salían de la fábrica con trocitos de algodón incrustado en el pelo y en sus ropas, con el cuerpo cansado y sus pies lentos. Parecían hileras de hormigas.

Hace poco, en los primeros años del siglo veintiuno, un amigo que era empleado de la fábrica, me hizo este comentario: “Tu hermano llegaba cada día con su mandil reluciente de blancura y recién planchado. Por las noches se juntaban las muchachas a jugar en grupo; los niños jugaban a los “encantados”, las niñas a la “matatena”, a la víbora de la mar y formando una hilera corrían cantando: ‘A la víbora, víbora de la mar, de la mar, por aquí pueden pasar, los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán, tras, tras, tras’. Una de ellas era atrapada con los brazos entrelazados de dos zagalas y le preguntaban: ¿Con quién te va, con melón o con sandía? y, según la respuesta formaban una cola o hilera detrás de cada una de ellas.”

Otro juego consistía en cantar: “Doña Blanca está cubierta con pilares de oro y plata, abriremos un pilar para ver a Doña Blanca”.

Se hacía de noche y se retiraban a merendar chocolate en agua o disuelto en atole blanco: el champurrado. Por las noches los días de la semana y con mayor número los sábados y domingos en los portales del jardín grande se vendían y aún existe la costumbre de cenar tacos, tostadas, patitas de puerco en vinagre, buñuelos, tamales de ceniza, de dulce y de chile. O en el jardín de Zaragoza las sabrosas tortas del famoso “gordo”.

Cuando dos jóvenes se encontraban en la calle, levantaban la mano y decían “ora”. Uno preguntaba: ¿a dónde vas? y el otro respondía “pa’rriba” y también “pa’bajo”; algunas calles como la de Hidalgo tienen declive así es que era correcto decir “voy pa’rriba” o “voy pa’bajo”. La verdad era que una linda muchachita los esperaba en el quicio de la puerta para hablar de amores. No se oía lo que se decían los novios pero sí se escuchaba el rumor del Río Lerma y las canciones de amor tocadas en la consola.

En las casas de Salvatierra había unos radios grandes con bulbos también grandes; en ellos se escuchaban las radionovelas de “Chucho el roto” o los “Ladrones de Río Frío” o las novelas de amor, las peleas del “Ratón” Macías y siendo las diez de la noche daba comienzo una novela de terror. El locutor decía: “Apague la luz y escuche...”

Respondiendo a la invitación que me hiciera el locutor salvaterrense Isidro Olace, acudí a los estudios de la radiodifusora en donde se producían las radionovelas en el Distrito Federal. Don Isidro me saludó levantando la mano y continuó en un rincón haciendo gárgaras y sonidos guturales como si estuviera vocalizando para iniciar un concierto.

De pronto, con voz firme y elevada empezó a hacer preguntas y dando órdenes al personal: ¡Chequen todas las conexiones! ¡Limpien el micrófono! ¡Chóforo, ten listas las tasas para el galope de los caballos! ¡Que todos tengan su guión en las manos! ¿Listos?: ¡Comenzamos!

Saludaba al público radioescucha y empezaba el relato de la novela que duraba media hora diaria y los ensayos y la preparación duraban toda la mañana; por la tarde leían y estudiaban el capítulo del día siguiente. Sin pedirlo, me llevaron una silla, refresco, café y galletas. Vi cómo se producían los ruidos de balazos, el galope de los caballos, los golpes y rechinidos de las puertas que se abren y cierran. También los golpes en las peleas con los puños.

En Salvatierra, los domingos en la mañana la familia se dirigía a los templos o “oír misa”. Parecía que las mujeres competían para vestir a la familia con la ropa más limpia y mejor planchada. Al salir de la misa, era obligado el saborear las nieves de agua o de leche. La costumbre continúa y se siguen saboreando los barquillos o los vasos de nieve de limón o de guayaba, de piña o de fresa. Al final del día, las calles se quedaban solas, se oía el silbato del policía, la gente se acurrucaba en sus camas empezando el silbato de la fábrica y las campanas del reloj de la parroquia, para empezar un nuevo día.

Cuando fué instalada la red que surtía de agua a los hogares salvaterrenses, era el agua del río la que se utilizaba para el aseo en general, aún para el baño corporal que se hacía tomando el agua de una tina. El agua para cocinar y beber, se obtenía de dos maneras: una de ellas era pasarlas por una piedra cóncava de cantera llamada destiladera y gota a gota llenaba un cántaro o una jarra de peltre. En la mesa se ponían un o dos botellones de barro decorado y cubierto con una taza del mismo material.

La otra manera de obtener el agua potable, era comprando el contenido de uno o varios cántaros de barro. El “aguador” tocaba las puertas ofreciendo los cántaros de agua que obtenía del venero de la Angostura. La Angostura en esos años cincuentas estaba separado de Salvatierra y caminando íbamos a nadar a una pequeña represa que formaba dicho venero.

Mi mamá me mandaba a recoger agua de un pequeño venero que brotaba de las rocas que sobresalen de los cimientos del templo de San Antonio. Se secó el venero, no sé cuándo. Los aguadores cargaban sus cántaros en unos burros y había otros burros que cargaban huacales con los primeros refrescos embotellados; estas botellas se tapaban con canicas de vidrio y para tomar el líquido con pulpa de guayaba o jugo de limón y tamarindo, se empujaba la canica hacia adentro de la botella con el dedo pulgar.

Los postres en Salvatierra no eran un lujo, eran el producto de una laboriosidad femenina y se servían todos los días. Era tal esta abundancia de guayabas, manzanas, perones y membrillos que, de los muchos sobrantes, se hacían dulces como los ates y conservas. Y qué diré de los cacahuates: se tostaban en hornos o en el comal casero, se hacían garapiñados o se comían cocidos y en vinagre.

Recuerdo que en el Seminario de Morelia nuestros superiores eran rígidos en hacer que se cumpliera con la disciplina y el órden. Eran también estrictos en los estudios y en el juego. Procuraban darnos momentos felices; en el tiempo de posadas nos regalaban aguinaldos que además de frutas y dulces, traían cacahuates.

El Sr. Vicerrector, Don Antonio Álvarez, nos exigía que no comiéramos cuando estábamos formados y, en el tiempo de posadas nos decía que no dejáramos las cáscaras de cacahuate en el piso y aclaraba: “No lo digo por los de Salvatierra, porque ellos se comen hasta las cáscaras”. Regresando a la sabrosura casera, se hacían también rompope, chongos, tamales con sabor a cacahuate y guayaba.

Y cómo olvidar los viernes de Dolores y sí, son inolvidables porque ese día, en la entrada de las casas, se ponían mesas con agua fresca que regalaban a todo aquel que pasaba y esos vasos con agua fresca acompañados con tiras de lechuga y rodajas de naranja y plátano sin faltar la chía que simboliza las lágrimas de la Virgen.

¡Ay, mi Salvatierra, por eso te llaman el Paraíso!

Los viernes de Dolores... Llega la Semana Santa, época de fervor espiritual, época de ponerse en Paz con nosotros, con nuestros semejantes y con Dios. Días pintados de morado, días propicios para la vida del espíritu, son días del:

VIA CRUCIS

Dame tu mano, María,
la de las tocas moradas.
Clávame tus siete espadas
en esta carne baldía.
Quiero ir contigo en la impía
tarde negra y amarilla.
Aquí en mi torpe mejilla
quiero ver si se retrata
esa lividez de plata,
esa lágrima que brilla.

Déjame que te restañe
ese llanto cristalino,
y a la vera del camino
permite que te acompañe.
Deja que en lágrimas bañe
la orla negra de tu manto
a los pies del árbol santo
donde tu fruto se mustia.
Capitana de la angustia:
no quiero que sufras tanto.

Se ha abierto paso en las filas
una doliente Mujer.
Tu Madre te quiere ver
retratado en sus pupilas.
Lento, tu mirar destilas
y le hablas y la consuelas.
Cómo se rasgan las telas
de ese doble corazón.
¿Quién medirá la pasión
de esas dos almas gemelas?

¿Dónde está ya el mediodía
luminoso en que Gabriel
desde el marco del dintel
te saludó: -Ave, María?
Virgen ya de la agonía,
tu Hijo es el que cruza ahí.
Déjame hacer junto a ti
ese augusto itinerario.
Para ir al monte Calvario,
cítame en Getsemaní.

¿Cuándo en el mundo se ha visto
tal escena de agonía?
Cristo llora por María.
María llora por Cristo.
¿Y yo, firme, lo resisto?
¿Mi alma ha de quedar ajena?
Nazareno, Nazarena,
dadme siquiera una poca
de esa doble pena loca,
que quiero penar mi pena.

Al pie de la cruz María 
llora con la Magdalena, 
y aquel a quien en la Cena 
sobre todos prefería. 
Ya palmo a palmo se enfría 
el dócil torso entreabierto. 
Ya pende el cadáver yerto 
como de la rama el fruto. 
Cúbrete, cielo, de luto  porque
ya la Vida ha muerto.

He aquí helados, cristalinos, 
sobre el virginal regazo, 
muertos ya para el abrazo, 
aquellos miembros divinos. 
Huyeron los asesinos. 
Qué soledad sin colores. 
Oh, Madre mía, no llores. 
Cómo lloraba María. 
La llaman desde aquel día 
la Virgen de los Dolores.

Profundo misterio. El Hijo
del Hombre, el que era la Luz
y la Vida muere en cruz,
en una cruz, Crucifijo.
Ya desde ahora te elijo
mi modelo en el estrecho
tránsito. Baja a mi lecho
el día que yo me muera,
y que mis manos de cera
te estrechen sobre mi pecho.

¿Quién fue el escultor que pudo
dar morbidez al marfil?
¿Quién apuró su buril
en el prodigio desnudo?
Yo, Madre mía, fui el rudo
artífice, fui el profano
que modelé con mi mano
ese triunfo de la muerte
sobre el cual tu piedad vierte
cálidas perlas en vano.

R R S



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