Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

martes, 11 de octubre de 2011

Leyendas

Ceremonia Colonial de los Ajusticiados

Terminado el proceso, el ministro ejecutor pasaba a la cárcel, en donde, en presencia de todos los reos, leía en voz alta la sentencia, en nombre del Rey Nuestro Señor. Concluida la lectura, el reo tomaba la sentencia en sus manos, la besaba en señal de acatamiento y la devolvía al ministro.

En seguida, era sacado de allí y llevado a la capilla de la cárcel, quedando a cargo de los frailes, quienes le administraban los auxilios espirituales del caso, así como auxilios materiales. Después de 72 horas de encapillado, era sacado el reo al patíbulo como sigue:

Por delante iba un Santo Cristo de tamaño natural llevado en andas por los frailes, les seguían algunas hermandades laicas de los templos, rezando por la buena suerte del ajusticiado, seguía la tropa que custodiaba al reo, luego el pregonero.

Detrás del reo bien custodiado, llevaba un sacerdote a cada lado ayudándole, regularmente llevaba un Santo Cristo en las manos y pendían de su cuello algunos escapularios y medallas por último iba el verdugo cubierta la cara con antifaz.

En cada esquina hacía un alto la comitiva, y el pregonero gritaba el pregón de esta manera:

“En nombre del Rey Nuestro Señor se hace saber a los presentes por voz del pregón, como (el nombre del reo) va a ser ajusticiado en la horca (garrote vil) por el delito de…, para desagraviar a la justicia y escarmiento de los demás.”

“Por tanto, se hace saber a todos, que nadie ose de pedir la vida del reo, so pena de ser también ejecutado por contravenir el mandato de Su Majestad. Se pide por amor a Dios, un Padre Nuestro, y un Ave María por su ánima.” Terminado el pregón, continuaba la marcha y los templos tocaban a rogación.

El recorrido era algo similar al que hacen hoy los desfiles, el patíbulo se colocaba en la Plaza de Armas, al llegar el reo se le ponía a un lado mientras se colocaba el Cristo de frente, el reo subía a él ayudado por los frailes, pues las más de las veces ni andar podían, por el terrible derrame de bilis y la fiebre que los arrasaba.

Antes de la ejecución, y después que el pregonero daba el último pregón, el reo pedía perdón a todos los presentes, y si no pedía, lo hacía el sacerdote en su nombre.

Luego se sentaba al reo en el banquillo que tenía la horca o garrote vil, le acomodaba el verdugo la máscara al cuello, rezaba el sacerdote en voz alta el miserere con el pueblo y enseguida el Símbolo de los Apóstoles, y al decir “Subió a los cielos”, el verdugo daba una vuelta al torniquete y el reo quedaba moviendo un pie y con un palmo de lengua sacada sobre el pecho.

Los frailes recibían el cadáver y el sacerdote rezaba la Estación Mayor con el pueblo, por el eterno descanso de su alma, teniendo ésta devoción concedidas algunas indulgencias.

El cadáver era depositado en su caja, y conducido a su capilla si no tenía dolientes, si los tenía se les entregaba, pero de cualquier forma se le daba cristiana sepultura.

La comitiva continuaba hasta la Casa Municipal, donde formaban un cuadro los soldados y en el centro era colocado un tambor, y sobre él, ponía el Ministro los cuatro pesos, importe de la faena del verdugo, luego retrocediendo para atrás le daba un talonazo al tambor e iban las monedas rodando por el suelo, donde las levantaba el verdugo.

De esta manera terminaba el ceremonial.

Sucedió en el Barrio del Pífano

El pífano era uno de nuestros barrios bravos, su nombre data relativamente de hace poco tiempo, los años cincuentas. Su ubicación pudiera decirse, empezaba en la esquina de las Calles de Ocampo y 16 de Septiembre, continuaba esas calles hasta su terminación.

En él vivía gente acostumbrada a ver su existencia de otra forma, estaba lleno de prostitutas, borrachos y artistas. Allí vivió uno de los grandes virtuosos de la guitarra clásica que ha dado Salvatierra; Don Antonio de la Torre, que murió solo y olvidado. En él estaba también el “Bule”, lugar muy conocido por los salvaterrenses, pues allí se encontraban trabajando las prostitutas.

Una mañana, en la esquina que forman las calles antes mencionadas, apareció un letrero clavado en el poste, que rezaba “Este es el Barrio de Pífano, que viva la prostitución y el vicio, aunque la familia perezca”. Todos los dedos apuntaban a un borrachales de nombre Lencho Solache, como el autor intelectual y material de haber bautizado el barrio.


El Gendarme sin Cabeza

En el Salvatierra de los años treintas, un despistado parroquiano se desvelaba, cruzó el Jardín Grande llegando a la esquina de la Calle Hidalgo, donde hoy se encuentra la cantina de “La Chirringa”. Tomado rumbo a Santo Domingo, a lo lejos alcanzó a ver la linterna de un gendarme que hacía señales de llamada, siguió caminando y se fué acercando a donde estaba el guardia.

Al llegar precisamente a la esquina de Hidalgo y Santos Degollado, no daba crédito a lo que veía, un gendarme sin cabeza, pero con la linterna en la mano. El aparecido caminó rumbo al Templo de Santo Domingo y desapareció en el panteón de al lado.

Cuenta una leyenda que a principios del siglo pasado, el jefe político de ese tiempo había ordenado que en esa esquina se pusiera la guardia de un gendarme, para evitar que vagos y malvivientes causaran daños y molestias al tranvía que iba a la estación del ferrocarril.

El guardián del orden destinado a ese sitio, resultó ser un hombre que aprovechándose de su autoridad, cometía toda clase de abusos en contra de los vecinos del lugar. Entre los abusos que frecuentaba cometer, era obligar a las mujeres jóvenes a que lo acompañaran hasta el viejo cementerio del templo, donde las sometía hasta satisfacer sus más bajos instintos.

Ya cansadas las ofendidas le tendieron una trampa, aconsejaron a una joven muchacha para que lo sedujera y lo hiciera ir al panteón, allí lo esperaban las demás para cobrar venganza, al llegar a este lugar lo sometieron para decapitarlo enseguida.

De esta manera las ofendidas cobraron venganza, pero no pudieron evitar que su ánima penara en esa esquina.

Leyendas Tomadas del Libro: “Leyendas, Cuentos y Narraciones de Salvatierra, Recopilación” de Miguel Alejo López

La Mina de la Serpiente

No podrían existir ni la historia ni la leyenda de Guanajuato, si no fuera por la volandera imaginación de sus gentes y el amor que le prodigan. Especialmente entre los mineros, que, en el afán de arrancar a la tierra sus tesoros, han realizado esfuerzos sin cuento y, alrededor de sus hazañas, tejen desde hace muchos años esas leyendas.

La que aparece aquí, amigo lector, se relaciona con el nombre de una rica veta descubierta en el corazón de la Sierra de Guanajuato, en un sitio donde por mucho tiempo se creyó que la veta madre se interrumpe, pero que, como veremos no es cierto.

Tres apuestos jóvenes fueron un día de excursión, a la mencionada serranía. Afectos a escalar montañas, ya habían subido a varias cimas: La Huasteca Potosina, las serranías de Sonora y de Durango, como también a los Picachos de la Bufa.

En cierta ocasión tuvieron noticias de que en la sierra de referencia había un acantilado indomable y muy difícil de escalar, lo cual fué para ellos una tentación, a la vez que un acicate para su arrojo de alpinistas.

Con todos los preparativos del caso, salieron muy de madrugada, previendo llegar al punto antes que arreciara la fuerza del sol.

Así fué: enfilaron por el camino que va hacia el mineral del Cubo y a cierta distancia, donde los cerros se toman más ariscos y escarpados, localizaron el sitio que les habían indicado.

Con la ayuda de cuerdas, pequeños picos y sus cascos de minero, iniciaron el ascenso. Dos horas de constante esfuerzo habían transcurrido cuando se escuchó un grito de pavor; de una rendija de la roca salía una serpiente amenazadora que, con su cuerpo ondulante y el hocico abierto se dirigía hacia uno de los jóvenes, que estuvo a punto de desplomarse en el vacío.

Sus otros dos compañeros, sorprendidos, inquirieron por la causa de su espanto, y el asustado muchacho por toda respuesta se limitó a señalar al reptil con su dedo índice, mudo de espanto.

La serpiente se desvió y fué a esconderse en otra grieta próxima.

Para esto, ya los otros dos jóvenes habían advertido al peligroso animal y lo seguían con la vista.

Para esto, ya los otros dos jóvenes habían advertido al peligroso animal y lo seguían con la vista. Una inexplicable curiosidad los hizo acercarse al agujero por donde el reptil se había perdido.

Ya para entonces el sol iluminaba con sus rayos la fresca mañana y las piedras reflejaban la luz cual si fueran valiosas gemas.

De pronto, uno de ellos, dirigiéndose a los demás, les dijo:
-”Miren eso, es oro con toda seguridad”.
-”No, -exclamó otro-, es plata”.

Los dos tenían razón, acababan de descubrir un rico filón que contenía los dos metales en su forma nativa.

Temblando de emoción, con su pico arrancaron unas piedras que sirvieron de muestra, las cuales, analizadas más tarde en el laboratorio de un ensayista, arrojaron un alto porcentaje de oro y de plata.

Así fué descubierto uno de los más ricos filones en la veta madre de Guanajuato, que fué bautizado con el nombre de La Serpiente, en virtud del reptil que lo señalara al esconderse en aquella hendidura de la roca. Los tres jóvenes denunciaron la mina y de allí obtuvieron incalculables riquezas. Ellos murieron y, a decir verdad, por miedo a la serpiente que allí se esconde, el lugar está propiamente abandonado.

Tomado del Libro: “Leyendas de Guanajuato, Historia y Cultura”

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