Muchas veces y con atención de gran advertencia habremos los salvaterrenses que considerar el caso este, de ser el ilustre Padre don Federico Escobedo de aquí, de nuestra ciudad. El feliz concierto de una vida, la suya, en todas sus manifestaciones, en todos esos movimientos salidos de su entraña y de su raíz de hombre, un algo y, para ser exactos y precisos, un mucho, tiene de ese ambiente nuestro, del « gigantesco Culiacán «, como él le llama, de nuestros contornos, del verde de nuestras praderas, de los frutales promisorios plantados por la mano amiga de los carmelitas, del siempre florecido valle, del impetuoso Lema y, para decirlo todo de una vez, de la dádiva, de prodigalidad continuamente renovada, con que nos obsequia nuestra tierra. De niño resonó en sus oídos el retumbante y multiplicado eco de ese domesticado, civilizado río nuestro, que rugiente se quiebra en El Salto, como para darnos aviso de su presencia fecundante, de su frescura comunicativa, de sus asiduos golpes, de gravedad insistente, generadora de fuerza motriz y de una prefiguración de esa luz con que, por designio de lo Alto, tenemos todos nosotros la vocación de identificarnos, gracias a los efluvios, refulgentes de amor, cuyo foco, no solo inextinguible, sino cada vez mas brillante, tenemos en
El Padre Escobedo es un ejemplo, producto acabado, por otra parte, de una armonía entre el individuo y su medio. Habría de ser, fiel a esa armonía, que el trabajo, asido, con el consciente alborozo de un niño grande, a las bellezas naturales de esa escogida comarca, un poeta, un gran poeta. Esparcidor de luz, dador de bellezas, presuroso de acercarnos a la verdad, nos introduce a los clásicos de la antigüedad. Es Grecia y es Roma, las enseñanzas de sus grandes escritores, la penetrante agudeza de sus artistas, los sabios coloquios de sus oradores políticos, los juegos de sus atletas y, sobre todo, las validas reflexiones acerca de la miseria y, de la grandeza del hombre, que todos ellos pusieron de manifiesto, lo que nos dio a conocer, grandes humanistas como fue, el Padre Escobedo. Recogió en su memoria los dichos y los hechos de griegos y romanos; hizo deposito de sus hazañas y de sus torpezas; guardo y conservo sus aciertos literarios y, docto en la lengua de unos y de otros, le dio lustre a la nuestra y fue hombre de consumada elegancia en el decir.
Y Salvatierra, su suelo, el marco de la ciudad, sus horizontes, su cielo, su agua, ávida de ir a los campos, el verdor, de variados matices, primaveral todo el año, y la suave blancura de una luz que vemos con los ojos de la fe, fueron el asiento el escenario, el estimulo de una vida, la del Padre Escobedo. Y él, regalo, delicia, orgullo nuestro, nos convida e insta, nos incita y estimula, nos inclina y convoca a seguir su ejemplo, a repetir, y aun mejorar sus experiencias. Si el fue humanista cumplido y dio luz a la inteligencia, cualquiera de nosotros y los mismos niños que nacen hoy, un siglo después de su nacimiento de el, pueden, y deben imitarlo. Él respondió al empuje del medio este, de concertadas grandezas naturales, de solicitudes premiosas, y aun tiempo amistosas, a manifestar en nuestra actividad una armonía humana, traslado de la armonía que nos rodea.
Se complacía en dar a conocer la belleza de expresión, y de contenido, de sus queridos autores griegos y romanos. De Simonides, cantor de las proezas de Leonidas, nos traducía este pasaje; « De los que perecieron en las Termopilas, ilustre es su suerte y glorioso su destino. Para ellos, no ha de haber tumbas, sino altares; ni lagrimas, sino himnos; ni lamentaciones, sino elogios. Esto será un monumento que la herrumbre y el tiempo destructor de todo no abatirán jamas «.
Al hablarnos de Herodoto, el padre de la historia, nos decía que, aunque sin la solidez científica y el patetismo de sus continuadores, tenia una naturalidad inimitable y una gracia de estilo por ningún escritor alcanzada.
La madurez, la precisión, la nobleza, la fuerza de convicción y la elegancia, tenemos, hoy como siempre, que buscarlas en Grecia, todavía con mas amplitud, y, por tanto, con mayor gozo que en Roma. En una y otra parte encontramos el heroísmo razonado, por esto mismo más admirable, la piedad sincera, la generosidad y la disciplina. La armonía, la paz, el bienestar, la modestia, la áurea mediocritas, la mediocridad dorada, de que hablaría Horacio, fueron un descubrimiento de estos hombres, señaladamente de Socrates, Aristóteles nos lleva a
En política los griegos y los romanos nos enseñaron a tratar en publico, y mediante una discusión libre, todos los asuntos de interés común. « No, atenienses, traducía el Padre Escobedo a Demostenes, la injusticia, la perfidia, la mentira, nunca han fundado nada sólido. Un gobierno de esa índole puede durar unos instantes, tener brillo falso y aplausos de paniaguados y hacer promesas; pero pronto el vicio salta a la vista y todo se desbarata. Una casa no vale sino por sus cimientos, un navío por su quilla. Las acciones humanas tienen necesidad de alimentarse de la verdad y de la justicia. Y esto es lo que le falta a la policía de Pilpo «.
La antigüedad clásica nos deja un legado que consiste en el cultivo de la razón, en el esplendor de la belleza, en la fuerza acompañada de la gracia, esto en los juegos atléticos, y el derecho, esto en las relaciones cívicas y en las de nación a nación. El ideal Humano es la medida y la armonía: De aquí la consecuencia obligada del horror al caos y la adhesión al orden.
Gran humanista, hay que repetirlo, fue el Padre Escobedo; pero, cristiano, sacerdote, poeta, y, primero que todo esto, salvaterrense del río Lerma, del cerro de Culiacán, de las guayabas olorosas, de los cacahuates sapidos, de las manzanas de cristal, de las hortalizas jugosas, y, ante todas cosas, de
Al orden natural, al apego a la razón, a la penetración en la hondera del hombre, a esa exaltación de la inteligencia y al descubrimiento de la belleza, cosas todas herencia de Grecia y Roma, el Padre Escobedo, llevado y movido por su clara conciencia de cristiano cabal y de hombre de Iglesia, agrego su luz de salvaterrense, hijo de
J. Jesús García y García
Federico Escobedo. Una
vislumbre de su personalidad
Noviembre de 1999
Todo escritor, en última instancia, escribe
desde sí mismo o acerca de sí mismo.
SEGUNDO SERRANO PONCELA
No se alcanza en arte la universalidad sin un arraigo nativo.
AGUSTIN YAÑEZ
Entrada
Hacemos comparecer hoy ante nosotros a don Federico Escobedo en el año 125 de su nacimiento y 50 de su muerte. Ya debe estar aquí. No hay en esto sombra de espiritismo, de mala magia o de brujería. Tampoco es un desplante sacrílego a lo Tenorio. Lo llamamos porque deseamos redescubrirlo y mimarlo. Tal es la suerte que de suyo corren los muertos que no han muerto, los ilustres: deben responder a cuanta convocatoria se les haga. Por algo les decimos -y son- inmortales. Sólo el pobre difunto oscuro que nunca es recordado ha fallecido de veras.
La presencia aquí de don Federico nos mueve a interrogarlo, a pedirle que nos cuente su vida y nos aclare su pensamiento. Querríamos, además, aun sin poseer la sabiduría médica, auscultarlo, indagar qué clase de ruidos se traía en el pecho el dilecto paisano, qué ritmo cardíaco lo sostenía en pie, cuáles eran los más acentuados rasgos de su personalidad, ese «conjunto de caracteres que distinguen a cada individuo y lo hacen peculiar».
Desde Aristóteles, por lo menos, viene definiéndose al ser, a todo ser, como un compuesto de sustancia y accidentes, y mucho después se dijo, matizando un poco mejor y refiriéndose específicamente al ser humano, que es un compuesto de su yo y sus circunstancias. Mi designio esta noche es acercarme, tanto cuanto me lo permitan mis naturales limitaciones, al yo y las circunstancias de Escobedo, aun a riesgo de que logre únicamente cubrir a nuestro homenajeado con un manto tejido con mi propio yo y mis particulares circunstancias. Tal es el riesgo de las empresas de esta clase.
Sostengo que Escobedo está aquí, pero no estamos en posibilidad de decodificar sus respuestas ni de interpretar sus signos clínicos, de modo que, para nuestros propósitos, hemos de ayudarnos con el esbozo biográfico que ofrezco en seguida, indispensable tarjeta de visita, y con el somero análisis con que trataré que su persona sea objeto de una comprensión más o menos extensa.
Esbozo biográfico
Federico Escobedo y Tinoco, canónigo, poeta y humanista, miembro de
Don Leandro comerciaba con ropa. Provino de Yuriria, donde en 1867 había ocupado el cargo de Jefe Político del Distrito. Siguió incursionando en la política: en Salvatierra fue Regidor Quinto en 1872 y Regidor Primero en 1873, pero fue destituido del cargo tres meses antes de que concluyera el año porque se negó, al igual que otros funcionarios, a protestar obediencia a
Después (1876), don Leandro volvió provisionalmente a Yuriria para ser por segunda vez el Jefe Político de aquel lugar. En 1881 lo encontramos renunciando al puesto de Juez Municipal de Salvatierra, y en 1887 era Procurador del Ayuntamiento salvaterrense cuando firmó, junto con los regidores Doroteo Vera, Pomposo Martínez y Rafael Nieto, una hoja de protesta por la exclaustración de las monjas capuchinas de la localidad, protesta que provocó las iras y el acoso del Jefe Político don Manuel A. Romo.
Hay versiones de que fueron seis y otras de que fueron diez los hijos del matrimonio Escobedo Tinoco. Se recuerdan, además del de Federico, los nombres de María (quien murió célibe atendiendo al presbítero), del revolucionario Vicente y de Luis y Julia, estos dos muertos de vómito al sorprenderles la epidemia en Veracruz.
Entre 1881 y 1885, mientras era monaguillo del señor cura don Rafael Aguilar, Federico hizo sus estudios primarios en Salvatierra, recibiendo la instrucción del idóneo y afamado don Sebastián Tejada en el colegio de
Es ya
Antes de lo previsto retorna a la patria, enfermo por la intensidad de los estudios. Le prescriben la terapia del descanso, pero no la observa porque se ha iniciado en el magisterio. Así, sucesivamente, en San Simón desempeña la cátedra de Literatura, la prefectura de externos en el colegio de San Juan Nepomuceno de Saltillo, y una cátedra para externos en el Colegio de Mascarones, de México. Su inspiración poética empieza a ser productiva: en 1898 dedica un cuaderno manuscrito de sus versos al padre Bernardo Bergöend. El primer poema que allí se recoge está fechado en 1893.
Para los inicios de 1899 Federico ya no está en
Fuera de lo estrictamente concerniente a su ministerio, su centro de atención es la literatura clásica, particularmente la vertida en lengua latina: la enseña, la comenta, la traduce y la imita. En esas labores se encuentra el 22 de mayo de 1907, cuando
Ese mismo
Vuelve a la provincia, como párroco de Teziutlán, en 1921. En aquel rincón tranquilo termina su célebre traducción de
Ahora va a Puebla como canónigo. El primero de marzo de 1940
La bibliografía escobediana, contando libros, folletos, composiciones sueltas y colaboraciones, supera la cincuentena de títulos. Más abundante es, sin embargo, su obra dispersa en algunas publicaciones de difícil localización y la que anda, original e inédita, en manos de particulares. Una visión integral de dicha obra nos haría ver al autor en sus diversas perspectivas: «el poeta original en español, el poeta latino, el traductor insigne, el crítico sagaz que une la erudición con el puro hallazgo de la belleza, el orador fecundo, el autor teatral y el admirable escritor de cartas», que dice Joaquín Antonio Peñalosa.
La salvaterridad de Escobedo es cosa a prueba de dudas: dondequiera se mostró satisfecho de su origen. En 1939 acudió a la coronación de
Al Culiacán vecina,
con esmeralda fina
de mil huertos
en torno del circuito,
mírase una tierra
por nombre Salvatierra:
mi cuna, mi ciudad, mi hogar bendito.
Somero análisis
El esbozo que acabo de exponer -la tarjeta de visita, como quise llamarle- nos proporciona datos para una comprensión primaria de nuestro personaje. Vamos a ver ahora si contextualizando los escuetos antecedentes podemos precisarlos, enriquecerlos o al menos matizarlos, y a ver si el retrato mejora.
El tiempo, el espacio y la sociedad moldean al individuo desde su más temprana edad. Estamos hablando aquí de un individuo nacido en el templado Bajío guanajuatense (entonces sí verdaderamente templado y con estaciones climáticas mejor definidas que ahora), el Bajío de vocación predominantemente agrícola, en una época en que no había preocupación por el control natal, miembro, por consiguiente, de una familia que hoy vendría a ser numerosa, de raza indígeno-española (mestizo, pues), retoño de una familia de la clase media-baja.
Reinaba en
A principios de 1874 México tenía, aproximadamente, diez millones de habitantes y aún se sostenía como presidente de la república don Sebastián Lerdo de Tejada, aunque amagado ya por Iglesias y Porfirio. Era gobernador del estado de Guanajuato don Florencio Antillón, y Jefe Político de Salvatierra don Epifanio Solache.
Entre la gente de pensamiento obtuso llegó a darse, en ingenuas épocas, la creencia de que se producía un irrevocable influjo del significado original de un nombre sobre la persona a la que se le adjudicaba; el nombre condicionaba al hombre: te bautizamos como Gustavo para que seas «bastón de mando en el combate». Lo disparatado de aquella forma de pensar se hacía patente, por ejemplo, cuando las Leticias salían mustias y agrias, y los Vicentes, infalibles perdedores. De algún modo aquello fue contrarrestado con la costumbre, hoy casi desaparecida, de asignar a los cristianos, en el bautizo, el nombre del santo que en el día de su nacimiento se festejaba, así fuera tan de poca eufonía como Policarpo, Mamerto, Mucio o Cunegunda, o bien cambiando el género del nombre, de tal modo que salieran los Teresos, los Caritinos, los Magdalenos o las Jorgelinas. Sin una ni otra orientación, don Leandro y doña Porfiria le pusieron a nuestro célebre poeta ese nombre de origen teutón, Federico, que dicen que significa «príncipe de la paz». De chiripa y todo, acertaron. Ya hablamos de las habilidades pacificadoras del padre Escobedo durante la revolución iniciada en 1910. Otros signos de su pacifismo se manifestarán más adelante.
Federico nació sin anormalidades físicas ni, que se sepa, marcas de nacimiento. De haber tenido algo de eso probablemente hubieran sido otras sus actitudes. Por lo demás, no estuvo sujeto, durante su avecindamiento salvaterrense, a esfuerzos cotidianos de desplazamiento: nada más cruzaba la gran plaza y se encontraba ya a las puertas del templo parroquial, centro de su ocupación infantil, el acolitado, en el que tuvo sus primeros contactos con el latín:
- Introibo ad altare Dei.
- Ad Deum qui laetificat iuventutem meam.
Su primera escuela le quedaba en equivalente cercanía, y la segunda se ubicaba, asimismo, en la sede parroquial.
Conforme a la época, era muy profundo e inalterable el respeto que profesaba a sus padres, los cuales formaban una pareja bien avenida. Don Leandro, ya lo apuntamos, en materia de fe era un feligrés comprometido, opositor a las injusticias contra
La sociedad salvaterrense del último cuarto del siglo XIX era, en general, proclive a la tranquilidad, a pesar de haber sufrido mucho con poco más de sesenta años de perturbaciones sociales en el país: primero la guerra de independencia y, al concluir ésta, múltiples asonadas y motines de todo signo y diferente gravedad; luego la increíble y trágico-grotesca «Guerra de los Pasteles»; el gran despojo de que nos hizo víctimas el imperialismo yanqui; la guerra de Reforma; la intervención francesa y la lucha a morir entre republicanos e imperialistas, culminada con el fusilamiento ocurrido en el cerro de las Campanas. Acabada esta lucha, que de todos modos era en gran parte fratricida, quedaron sin ocupación muchos hombres armados y en estado de exaltación guerrera: algunos se organizaron en gavillas y, tomando como pretexto la causa que fuese, o sin ninguna, pelearon para saquear a las mal defendidas poblaciones provincianas. En 1870, en momentos en que no hubo autoridad formal, los vecinos de Salvatierra habían tenido que organizarse en una llamada Junta Menor para defender a la ciudad de las partidas de facinerosos comandadas por Esteban Bravo, Celso Orozco, Cayetano Lara y Telésforo Alcántara que, supuestamente, luchaban en contra de don Benito Juárez, después de haber estado a su servicio. Las prevenciones fueron inútiles y la localidad fue asaltada el 28 de febrero de ese mismo 1870, con algunos considerables perjuicios, entre ellos la quema del archivo municipal. El amago siguió hasta 1872, por parte, especialmente, de Marcial Bravo y Casimiro Alonso.
De anhelos de paz deben haber estado platicando los vecinos mientras nacía Federico. Ciertamente Salvatierra pocas veces fue centro de batallas importantes durante aquellas décadas de lides guerreras, pero sí fue víctima constante de exacciones (exigencias más o menos violentas de «ayudas para la causa», arbitrariamente impuestas), de las odiosas levas, de secuestros, etc. Y todavía faltaban revueltas. Algunas despertaron simpatías personales, pero el peligro en lo colectivo era patente: así se produjo la primera Cristiada (1874-1875) contra la ya mencionada incorporación de las Leyes de Reforma a la constitución, y después el Plan de
Por aquel entonces, cuando no había amenazas a la vista, en los haraganeros patios de la provincia abajeña la vida tenía honduras de refrescante pozo artesiano; la palabra tertulia tenía un significado que era ratificado con la práctica, y entre ésta y otras andancias de la comunicación se daba el trato humano, al concluir la jornada, a semejanza -todo lo remota que se quiera- del ágora griega; contraste evidente con nuestra actualidad en la que no puede estar más infavorecido el «placer cordial de desatar la lengua con nuestros semejantes». De aquella languidez quedan ahora restos nomás en nuestra Salvatierra, regidas como están nuestras vidas «por el grávido péndulo de un reloj torturante». El tiempo ha remontado hoy categorías conceptuales y advino disparatadamente a lo axiológico. Domina la premura y reina un frenesí «moderno» que nos impide simpatizar con el mundo decimonónico, inentendible ya, para siempre perdido.
Con todo esto no cuesta trabajo imaginar a Federico Escobedo como un ser afortunado, sin conflictos ni cronométricos apremios, o en quien, por lo menos, se dio un maravilloso desacuerdo del tiempo del reloj con el tiempo del alma.
Dijo don Alfonso Junco: «Dulce varón fue el padre Escobedo. Alma exquisita y cándida, enamorada de toda belleza y derramada en toda bondad, era imposible acercársele sin sentirse atraído y conquistado. Ajeno a las materialidades circundantes, vivía en las hechizadas nubes de la poesía... Era un humilde triunfador, se crecía y volcaba en la exaltación poética, y volvía luego, suave y benigno como siempre, a su estudiosa penumbra».
Ya casi completamos su efigie: todo nos lleva a que nuestro personaje luce muy dulce, muy sonriente (las fotos avalan esto), muy sosegado, bonachón, que no quiebra un plato. ¿Será cierto?
Además, ¿no era lo suyo la poesía bucólica, esto es, la pastoril o campestre, que canta la belleza de la vida humana desarrollada en íntimo y amoroso contacto con la naturaleza? Es lógico suponerle alguna identificación con ese género de vida. Algunos saben lo que es estar largo rato en el campo y mejor si es en soledad: absorbe a uno el silencio pleno, matizado apenas por el rumorcillo de un suave céfiro; sólo de vez en cuando se registra algún ruido notable: un relincho o un mugido, más o menos lejanos, alguna voz, acaso un silbido; la vista se enfoca al horizonte, la imaginación vuela; los cantos de las aves son otra cosa, muy especial: ocurren inesperadamente, con galana resonancia, y el que los escucha se transporta a otras dimensiones. Por algo se nos quería hacer creer antiguamente que los pastores pasaban la vida apaciblemente cantando y tejiendo guirnaldas de flores. Federico apreciaba esto que formaba parte, ciertamente, de sus preferencias.
Y, abundando un poco, ¿no tenemos a don Federico por humanista? ¿Pero qué es eso? Sabemos que hay el humanismo literario y el humanismo vital. En el primero el humanista posee el conocimiento y practica el cultivo de las lenguas clásicas, el griego y el latín, y de sus correspondientes literaturas, al paso que el humanista vital busca que el hombre se eleve hacia un ideal de perfección, mediante el reconocimiento y realización de los más altos valores que posee naturalmente por su condición humana. Estas formas no se excluyen mutuamente y, en el mejor de los casos, la segunda abarca a la primera, como es fama que sucedió con nuestro Federico, en buena parte por su paternal actuación como maestro y como cura de almas.
Pero, ¡cuidado! No existen los caracteres imperturbables, de una pieza, parejos. El doctor Alberto Ruiz Gaytán dijo ver en Tamiro un ánima dudosamente domesticada, traviesa y juvenilmente juguetona. Y, además, hay mansedumbres y mansedumbres. Federico, ante la puya, sacaba la casta. No hay más que ver lo acerbamente que trató al académico guatemalteco Federico Díaz de León cuando se sintió injustamente criticado por éste.
Me doy cuenta de que habría mucho más que hablar en torno a nuestro homenajeado. Casi no hicimos más que empezar la exploración. Pero no debo seguir abusando de la amable atención que ustedes, generosamente, me han brindado. He de concluir pronto, pues.
Salvatierra, don Federico, yo los veo retratados el uno en el otro: afortunados crónicos, fieles a un destino prefijado, dueños de una tranquilidad que parece confundirse con el tedio pero llenos ambos de una sustancia poética que juguetea disimuladamente y es rota de cuando en vez por algún ex abrupto.
Llamo ahora en mi auxilio a nuestro segundo académico de la lengua, don Jesús Guisa y Azevedo, para que él, con palabras de hace 25 años, dé las últimas pinceladas al retrato del padre Escobedo:
El feliz concierto de una vida, la suya, en todas sus manifestaciones, en todos esos movimientos salidos de su entraña y de su raíz de hombre, un algo y, para ser exactos y precisos, un mucho, tiene de este ambiente nuestro, del «gigantesco Culiacán», como él le llama, de nuestros contornos, del verde de nuestras praderas, de los frutales promisorios plantados por la mano amiga de los carmelitas, del siempre florecido valle, del impetuoso Lerma y, para decirlo todo de una vez, de la dádiva de prodigalidad continuamente renovada con que nos obsequia nuestra tierra.
Más adelante dijo el doctor Guisa:
...es un ejemplo, producto acabado, por otra parte, de una armonía entre el individuo y su medio. Habría de ser, fiel a esa armonía que él trabajó, asido, con el consciente alborozo de un niño grande, a las bellezas naturales de esta escogida comarca, un poeta, un gran poeta.
El remate fue de maestro:
Y él, regalo, delicia, orgullo nuestro, nos convida e insta, nos incita y estimula, nos inclina y convoca a seguir su ejemplo, a repetir y aun mejorar sus experiencias. Si él fue humanista cumplido y dio luz a la inteligencia, cualquiera de nosotros y los mismos niños que nacen hoy, un siglo después de su nacimiento de él, pueden y deben imitarlo.
Despedida
Muchas gracias, don Federico Escobedo, por acudir a este homenaje que le hacemos y que hoy empieza. Muchas gracias por permitir, sin protesta, que yo especulara esta noche sobre su personalidad. Muchas gracias. Lo despedimos a la usanza de hoy: «¡Cuídese mucho!... y sea feliz».
Bibliografía principal:
- Ayuntamiento de Salvatierra. Libro de actas. 1872 y 1873.
- Ayuntamiento de Salvatierra. Libro de actas. 1874-1877.
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- COUTTOLENC CORTÉS, Gustavo. Federico Escobedo. Traductor de Landívar. Con un prólogo de Alfonso Castro Pallares. México, JUS, 1973.
- «Gacetilla. Siguen las renuncias», en El Fantasma, t. 1, núm. 10. Salvatierra, Gto., 30 de enero de 1881, p. 4.
- GARCIA Y GARCIA, J. Jesús. «Federico Escobedo. Un punto de partida para el reconocimiento de la personalidad del ilustre humanista y poeta salvaterrense». Conferencia sustentada en la ciudad de México el 2 de mayo de 1974 en sesión extraordinaria del Seminario de Cultura Mexicana, en el salón de actos de
- GUISA Y AZEVEDO, Jesús. «El padre Escobedo, hombre de esta nuestra tierra». Discurso leído, con la representación de
- GUZMAN CINTORA, J. Jesús. Yuririapúndaro. León, s. e., 1985, 4a. ed.
- MARIN, Miguel. «El Padre Federico Escobedo», en Flama, núm. 10, Puebla [enero de 1950?]
- OCAMPO DE GOMEZ, Aurora, y Ernesto Prado Velázquez. Diccionario de escritores mexicanos. México, UNAM, Centro de Estudios Literarios, 1967.
- PEÑALOSA, Joaquín Antonio. «Resurrección de Federico Escobedo. Gloria de Puebla y de México», en Sembradores de amistad, año XIV, vol. VIII, núm. 132. Monterrey, N. L., octubre de 1962.
- «El presbítero Federico Escobedo y sus Geórgicas Mexicanas», en Numen. Revista literaria y de información bibliográfica, año II, núm. 6. Puebla, Pue., julio y agosto de 1969.
- ROMO, Manuel A., Jefe Político del Distrito de Salvatierra. Oficio al C. Secretario de Gobierno. Guanajuato, Gto., 1 de diciembre de 1997.
- RUIZ GAYTAN, Alberto. El humanista Federico Escobedo. Guanajuato, Gobierno del Estado, 1974 (Breviario núm. 3)
1 comentario:
El Padre Federico Escobedo, fué padre de mí abuelo Vicente Escobedo. Gracias por tan extenso artículo sobre mí tío abuelo, Federico Escobedo (TAMIRO MICENEO) Gracias mil.
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