por Tarsicio Herrera Zapién
Así, por ejemplo, nos habría gustado que el primer Premio Nobel mexicano hubiera sido Alfonso Reyes, el sabio y sonriente ensayista, a quien apoyaba la laureada poetisa chilena Gabriela Mistral; o Carlos Fuentes, el sagaz novelista. Pero ya vemos que no basta ser un excelente escritor para obtener el tan codiciado premio.
Y, si pasamos a los miembros que
Nuestros árcades
El primero fue el guanajuatense Monseñor Ignacio Montes de Oca y Obregón (1840 – 1921), quien primero fue obispo de Tamaulipas; luego, de Linares y, al final, de San Luis Potosí. Su nombre de árcade fue Ipandro Acaico, y publicó en la propia Madrid sus magistrales traducciones de los poetas griegos Píndaro, Teócrito, Bión, y Apolonio de Rodas. Fue un príncipe de la cátedra sagrada.
El segundo árcade mexicano fue Monseñor Joaquín Arcadio Pagaza (1839 – 1918), el poeta del Valle de Bravo que llegó a ser obispo de Jalapa, y que fue denominado entre los árcades Clearco Meonio. Tradujo regiamente las obras completas latinas de Virgilio, no menos que las Odas y épodos casi completos de Horacio.
El tercero de los árcades romanos fue el poeta de Salvatierra, Guanajuato que llegó a ser Canónigo de Puebla de los Ángeles, don Federico Escobedo Tinoco (1874 – 1949). Hoy nos congrega aquí con ocasión del medio siglo de su elevación a la gloria.
Fue creado árcade romano en 1907 cuando ya había cincelado numerosos poemas latinos, los cuales publicó en su libro Carmina latina, de 1902, extraviado actualmente, pero mencionado por don Gabriel Méndez Plancarte en su insustituible libro Horacio en México (UNAM, 1937).
Además, Escobedo fue siempre muy afecto a traducir poemas latinos al español, no menos que poemas españoles al latín. Esto último hizo con el canto nupcial para el Príncipe Humberto de Saboya, que el embajador colombiano Antonio Gómez Restrepo esculpió en mármol castellano en 1930, dentro de las estrofas sáficas “de Francisco de
Y ya se ve que Escobedo era fraterno amigo de sus colegas humanistas de Santafé de Bogotá, la otra “Atenas de América”, junto con México.
O sea, que don Federico Escobedo cultivaba las dos vertientes principales de los árcades romanos: la traducción de clásicos griegos o romanos, y la creación de poemas latinos. La tercera vertiente, de aire menos especializado, que es la creación de poesía vernácula de tema clasicista, también fue gustada por don Federico.
Insisto en esto porque hubo un cuarto árcade mexicano, el veracruzano (de Córdoba) don Juan B. Delgado, elegido árcade romano en 1908 con el nombre de Alicandro Epirótico. Su única producción clasicista pertenece a la tercera de las vertientes citadas: el elogio del mundo clásico. Es el álbum castellano Bajo el haya de Títiro, libro hoy olvidado pese a que, cuando el autor lo publicó en 1916, siendo embajador de México en Nicaragua, el propio Rubén Darío le dedicó un soneto.
O sea, que Escobedo es uno de nuestros “tres árcades romanos mayores”, mientras que Juan B. Delgado es nuestro árcade menor.
Escobedo, académico
Ahora bien, don Federico también entró a
Junto a ellos, fue académico el filósofo tomista don Jesús Guisa y Azevedo, electo en 1955.
Hoy estamos honrando a uno de los tres gloriosos académicos de Salvatierra, otros tres académicos. Dos, individuos de número; el tercero, ya propuesto , y con tantos méritos como el que más, para ocupar una silla al lado de los 35 académicos actuales.
Don Federico como árcade helenista
Pues bien. Si el obispo Montes de Oca había vertido a Píndaro, el Canónigo Escobedo decidió traducir, a su vez, a otro poeta helénico, de nombre Museo. Su poema titulado en griego Ta kath´ Hero kai Leándron (Poema acerca de Hero y Leandro), don Federico lo publicó en su propia versión libre que tituló Idilio trágico (Teziutlán, Puebla, 1922).
En esta traducción, de amplio carácter decorativo, destaca el gusto de Escobedo por la belleza juvenil. Sobresale allí el encanto femenino, no distanciado de toques humorísticos, como en esta estrofa, una de las 138 sextinas en que el vate salvaterrense vertió los 343 hexámetros griegos del original.
Así retrata Federico Escobedo a Hero, la radiante protagonista:
Las manos hechas con esmero y gusto,
Bien señalado el busto
En el blanco jubón de aires livianos;
El regio peplo de color celeste
Y la sérica veste
Que en ondas baja hasta los pies enanos.
Aquí, todos disfrutamos el gracioso toque de esos “pies enanos”. En cambio, necesitamos que nos informen que “peplo” era en Grecia una elegante blusa femenina, y que una “sérica veste” es un vestido de seda.
Y con parecido arte describe don Federico la gallardía masculina. Así pasa cuando presenta al vigoroso Leandro nadando por el estrecho de los Dardanelos, desde el peñón en el que está su casa hasta otro peñón semejante en el que se eleva la torre donde vive su amada Hero. Y entona don Federico:
De suma agilidad haciendo gala,
Como pluma, resbala
Por las movibles ondas del Estrecho.
El peso de la brega no lo abruma;
Y entre montes de espuma
Deja asomar el musculoso pecho.
Después, don Federico describe la llegada del atlético nadador hasta la costa en que vive su amada Hero. Y entonces ambos disfrutan del amor, pero no con las efusiones eróticas que concisamente sugiere el poeta griego, sino de la manera más casta imaginable. La novia dice tiernamente al amado:
Gocemos con mirarnos; tal deseo.
Que después ya Himeneo
De nuestro amor apretará los nudos.
El amor de las almas es más fuerte:
Tanto que ni en la muerte
Padecen melladuras sus escudos.
Así que don Federico Escobedo, recordando que además de humanista es sacerdote, edifica a sus lectores convirtiendo un amor naturalistra en un afecto caballeresco, como el que es frecuente en los episodios del cervantino Don Quijote.
Escobedo, árcade latinizador
Ya ha seguido don Federico las lecciones de Monseñor Montes de Oca, nadando vigorosamente por los mares helénicos tras el poeta Museo. Ahora se apresta a correr en el Circo romano, siguiendo las huellas de su otro predecesor en
En su libro Flores del huerto clásico, así lo dice claramente Escobedo: “Seguimos las huellas gloriosas que, en este género de estudios, nos dejaron trazadas, en Colombia, los Caro y los Pombo (quienes tradujeron, uno a Virgilio y otro a Horacio); y en nuestra patria los Montes de Oca y Pagaza”.
Y, por cierto, también deja claro nuestro árcade que, como admirador de Horacio, tiene el mismo propósito que abrigaba Rafael Pombo: “Hacer comprender y sentir a los despreciadores de lo clásico...griego y latino (partido numerosísimo en América), que el tal Horacio era un gran poeta; un alma sensible, generosa, pía y delicada; un moralista capaz de avergonzar a muchos de nuestros días” (Flores del huerto clásico citadas, p., 43).
O sea, que frente a Horacio sucede como frente a Sor Juana. A
Y esto es rigurosamente cierto. De los más de doscientos traductores de odas de Horacio al castellano, cerca de cincuenta son poetas mexicanos.
Escobedo ante las glorias de Horacio
Todos esos traductores de Horacio demuestran que las glorias de un país no son sólo sus estadistas, sino también sus creadores. Todavía hoy, las glorias mayores de Italia son sus artistas plásticos como Miguel Ángel, y sus poetas como Virgilio, Horacio y Dante.
Pues, en medio de la docena de libros magníficos que creó el canónigo de Salvatierra, destaca su libro titulado justamente Horacianas. Ésate contiene poesías inspiradas en las más sabias e ideales vivencias de Horacio.
“
Y, prologando esas Poesías, comenta el filósofo poeta Antonio Caso: “Entre evocaciones de
Pues bien. En el citado libro Flores del huerto clásico incluye don Federico, en no menos de 40 páginas, sus estudios minuciosos y sus traducciones de ocho grandes odas de Horacio. El título de esta sección es “Espigando en Horacio”. Viene después de los capítulos titulados “Del huerto virgiliano” y “Leyendo a Tibulo”. Y precede al ensayo final: “Joyas literarias desconocidas”-
La profesión de fe horaciana
Muy contento quedó sin duda don Federico con su propia versión de la primera oda de Horacio, por la razón que comentaré más abajo. Se trata de un canto del cual el propio Horacio también había quedado muy satisfecho y por ello lo había colocado a la cabeza de toda su obra lírica.
El ritmo de una poesía es casi tan importante como su contenido, ya que es el vestuario con el cual se presenta ante el lector. Pues bien, Escobedo opta por repetir en su traducción los versos de diez sílabas divididos en dos mitades (los llamados asclepiadeos) que Horacio usó en latín. Escobedo añade a sus decasílabos aún nuevas galas castellanas, y va rimando sus versos de dos en dos, al modo como Víctor Hugo rimaba pareados sus alejandrinos franceses.
Así es como don Federico va formando sus ágiles cuadrigas rítmicas que hacen galopar vigorosamente la oda inicial de Horacio a Mecenas:
¡De antepasados reyes preclaro
Brote, Mecenas, mi honra y amparo!
Hay quienes gustan en pugna limpia
Coger, corriendo, polvo de Olimpia;
Y haber con ígnea rueda esquivado
La meta, triunfo noble y preciado
Que los eleva, por su osadía
A la de dioses supremacía.
Horacio hizo que avanzaran por su primera oda las diversas aficiones humanas, y don Federico vierte bellamente cada uno de sus pasajes:
A éste le place que, emuladores,
Luchen por darle triples honores
Los de Quirino, si poderosos
Bandos, volubles y caprichosos.
A aquél, si en propio troje almacena
Lo que le rinde líbica arena.
Y continúan desfilando las labores humanas por la oda del vate romano. Veamos varios incisos breves referentes a ellas:
Al que el paterno terruño amado
Goza rompiendo con el arado...
Hay quien del mosto no la ambrosía
Desdeña, y bebe parte del día...
Placen a muchos los campamentos
Y los de trompas roncos acentos...
¿Predicando con Horacio?
Una parte del interés de esta enumeración está en el hecho que descubrí leyendo otro fascinante libro del mismo Escobedo: Aromas de leyenda. Una de los capítulos es la leyenda franciscana Ibi cor ubi thesaurus, donde dos Federico refiere un sermón de San Antonio de Padua sobre el lema evangélico:
¡Allí está tu corazón
en donde está tu tesoro!
Y, para ejemplificar los falsos tesoros de los viciosos, se remite nuestro poeta a la misma enumeración que –según acabamos de leer- hace Horacio de la avidez de honores, de libaciones y de riquezas.
Escobedo despliega por dos páginas la enumeración de Horacio, sólo que con expresiones propias de un predicador. Véase un fragmento de Escobedo:
...Otros / captando glorias falaces,
se tiene por muy dichosos.
Éstos su tesoro fincan
De la pereza en el ocio
Muelle y estéril; aquéllos,
En gustar sorbo tras sorbo
El rancio vino que saca
De sus bodegas Oporto... etc.
La frente y las estrellas
Por lo demás, yo siento que la cumbre lírica de su traducción la logró Monseñor Escobedo al verter el pasaje final de la citada oda de Horacio. Así vierte Escobedo:
Mas, ¡oh Mecenas! Si por acaso
Logras y obtienes que en el Parnaso
Por vate excelso ya se me cuente,
Pues del de Lesbos sigo las huellas;
¡Tocaré entonces con mi alta frente
La frente misma de las estrellas!
En especial los dos versos finales me parecen una alta creación lírica de don Federico. En efecto, Horacio canta:
Quod si me lyricis vatibus inseres
Sublimi feriam sidera vertice.
Literalmente lo vertí así:
Que si me añades a los vates líricos,
Heriré estrellas con mi excelso vértice.
Así que Horacio abre una cadena de metáforas que se inicia cuando él proclama que “herirá las estrellas con su frente”. Así eleva el nivel de las frentes y las cabezas de los poetas.
Después, cuando Manuel José Othón cincela su soneto “Las estrellas” en los Poemas rústicos de 1902, hace decir a las estrellas que ellas admiran la potencia creadora de los cerebros humanos:
¡Fraguas donde se forja el pensamiento
y que más que nosotras resplandecen!
Y Othón concluye haciendo decir a las estrellas este dístico espléndido:
Los astros son materia, ¡casi nada!
¡Y las humanas frentes son estrellas!
Como quien dice, que Othón proclama que las verdaderas estrellas son los cráneos humanos. Y don Federico Escobedo conocía sin duda el libro mayor de Othón, donde está este soneto de 1902.
Y así, cuando don Federico, 30 años después del soneto de Othón, traduce el final de la citada oda de Horacio, no sólo dice que la frente del poeta herirá las estrellas, sino que también las estrellas tienen una frente brillante como los humanos. Y así traduce Escobedo a Horacio:
¡Heriré entonces con mi alta frente
la frente misma de las estrellas!
Así queda enriquecido el original de Horacio por el poeta traductor Escobedo. Es lo que denomina don Octaviano Valdés: “No sólo traducir la palabra, sino la emoción”.
La mitad del alma del poeta
Hacia el año
Entonces Horacio le entona a la nave en que viajará Virgilio, una oda que ha sido uno de los más bellos cantos que se han dedicado a la amistad.
Horacio le pide a la nave que le devuelva sin daño a Virgilio “por la sola y única razón de ser su amigo” –escribe don Federico-. Y, como es su amigo, es “la mitad de su alma”.
Y Escobedo aporta numerosas referencias a la frase genial. Se remonta a
A su vez Pitágoras, allá por el siglo VIII a.C., habló del amigo como otro yo (héteron autón). Y Cicerón dice que la amistad hace que “de muchos se haga uno” Ut fiat unum e pluribus).
Pues Escobedo toma aire, y se lanza a cantar en medio del coro de los poetas de la amistad, y traduce así el respectivo pasaje de Horacio, el del célebre verso:
Et serves animae dimidium meae:
:
¡Oh nave / a quien Marón se fía!
Que de ática región salves y en calma
Le vuelvas pido; y guárdame su alma,
Que es mitad de la mía!
Y aún declara don Federico que siente que la elegía que el hispano Federico Balart ha entonado a la muerte de su amada Dolores, amplía y supera la emoción de Horacio. Así canta Balart:
En tan triste soledad
Y en tan profunda agonía,
La mitad del alma mía
Llora por la otra mitad.
El puntapié de la muerte
La oda I,4 de Horacio es otro cofre de joyas líricas.
Su primer verso canta:
Solvitur acris hiems grata vice veris et Favoni.
Don Federico lo vierte con una media sextina que anuncia la feliz musicalidad con que él ha vertido esta oda que descuella entre lo más luminoso de la lírica occidental.
Escobedo lo vierte así:
El aterido invierno se desata
Con la venida grata
De primavera y céfiro liviano.
Y en este clima recién liberado de la estación más rigurosa, comienzan las faenas que las heladas habían interrumpido:
Y ya, de nuevo, las palancar graves
Empujan a las naves
Enjutas a surcar el oceano.
Procede luego cada verso de Horacio a dar un nuevo toque al cuadro polícromo de la primavera: aquí los rebaños y los labradores salen al campo; allá los prados reverdecen. Y Venus danza con las Gracias, y Vulcano enciende sus fraguas subterráneas que caldean los vastos campos.
Las sienes se ciñen de flores, y se ofrecen sacrificios a Fauno, dios de los rebaños fecundos. Todo es felicidad.
Pero...¡un momento!
Pallida Mors aequo pulsat pede pauperum tabernas
Regumque turres...
¿Qué es ese estruendo? ¡ah! El carro de la muerte irrumpe en medio de la más regocijada fiesta primaveral. Exactamente al revés de las costumbres de algunos pueblitos, en los cuales los llantos del día de los muertos son interrumpidos por ciertas traviesas fiestas.
¡Ah! Ya entiendo lo que pasa. Horacio está dando origen a ese “tema rancio en todas las literaturas”, que dirá Alfonso Reyes. Una de sus formulaciones más famosas será la de Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre:
Así que no hay cosa fuerte,
Que a reyes y emperadores
Y perlados,
Así los trata la muerte
Como a los pobres pastores
De ganados.
Por su parte, López Velarde comentará magistralmente el tema mortuorio en su prosa titulada Necrópolis:
“En la serenidad escueta de los panteones se comprende cómo jamás perderá su interés la sentencia horaciana sobre la condición igualitaria de la muerte. Todos caen bajo su guadaña y vienen a sumergirse aquí, en la misma niebla, y a pudrirse, sin distinciones, en el mismo barbecho” (Obras completas, FCE, 1971, p. 302).
¿Qué dice literalmente ese onomatopéyico verso? Yo lo vierto así:
Pálida Muerte pega con pie igual en chozas de pobres
Y en torres de reyes...
¿Y cómo suena la suntuosa versión explicativa y anotada de don Federico Escobedo? Suena así:
Pobres chozas y alcázares reales
Bate con pies iguales
La inexorable pálida Homicida.
Y el árcade completa la estrofa con la misma energía:
El breve espacio que del tiempo queda,
¡Sestio feliz! Nos veda
esperanza nutrir de larga vida.
La otra vida era para los romanos clásicos el mundo de los muertos, que ellos llaman los Manes, en la mansión de Dite, o sea, de Plutón, el juez que espera a todos tras la muerte. Allá no podrás gozar ya de esos banquetes en que el nombrado rey de la fiesta echaban los dados para indicar cuántas copas debía beber cada invitado. Así entona Escobedo estas vivencias finales:
Ya la noche te prensa...No te afanes
Que te esperan los Manes
En la estrecha mansión del fiero Dite...
A la que, si una vez fueres llevado,
Te negará ya el dado
Los vinos repartir en el convite.
Letanías y adulaciones
Don Federico Escobedo dedica un primoroso cuidado a la versión de las quince estrofas sáficas de la oda I, 12 de Horacio:
Quem virum aut heroa lyra vel acri...
Así vierte la primera estrofa:
¿A qué varón o semidiós, ¡oh Clío!
Con lira o flauta cantarás aguda?
¿A qué deidad cuyos loores Eco
gárrula atruene?
Y el árcade elogia el brillo de los epítetos y de las síntesis líricas con que Horacio va encomiando a Jove, padre de los dioses y de los hombres; a Palas, que junto a él se sienta, a Baco, a Diana, al flechador Apolo.
Mas, ante esta oda, Escobedo está de un genio inflexible.
Comienza por comentar que Horacio, “si con rasgos sobrios y elocuentes encomia y celebra primero a los dioses y héroes de más renombre, es para después equiparar con éstos a Augusto, quemando en su honor el incienso de la lisonja, tan propio de los vates cortesanos de aquellos tiempos, y tan del gusto y agrado de los próceres a quienes adulaban con marcadas muestras de servilismo” (Flores... p. 81 – 82).
Advirtamos, empero, que Horacio no es tan servil como otros poetas, pues él fue, que yo recuerde, el único poeta que llegó al gesto austero de rechazar el honor de ser el secretario particular del emperador Augusto.
Perdonémosle, pues, a Horacio el haber adulado a Augusto pidiendo a Júpiter que permita al emperador ser “su segundo de a bordo”. Don Federico traduce así el pasaje alusivo:
Padre y custodio de la humana gente,
De Saturno hijo; por el César vela,
El magno César; y que, tú reinando,
Reine él, segundo.
Y don Federico continúa tomando cuentas. Él evoca la clásica oda de Fray Luis de León, en plenos Siglos de Oro, “A todos los santos”. Y nos recuerda también a Gustavo Adolfo Bécquer en el romanticismo. Y censura nuestro árcade el que éste haya entonado una especie de letanía de todos los santos:
Patriarcas.../ Rogadle por nosotros
Profetas... / Rogadle por nosotros.
Almas cándidas, Santos Inocentes
Que aumentáis de los ángeles el coro.
Al que llamó los niños a su lado,
Rogadle por nosotros.
Y concluye Escobedo su comentario: “A tal coro de ´rogativas´ sólo falta que respondamos: Amén”.
Tiene razón don Federico. Grandes poetas son Fray Luis y Bécquer, mas ninguno tan elevado como Horacio.
Una flota de naves horacianas
La preocupación de los vates por su patria en peligro se remonta hasta
Por esos atrevimientos, en
Pues bien. Ya en el siglo V, Píndaro entona la alegoría de la patria en peligro, comparándola con una nave bajo la tormenta. Y la repite el lírico Teognis. Y luego Platón, el poeta vuelto filósofo, en su célebre República, VI, 488.
Mas llega Horacio a fines del siglo I a.C., el experto en dar a los temas usuales, los “lugares comunes”, un brillo tan personal, que los hace parecer inventos suyos.
Horacio canta:
O navis, referent in mare te novi
Fluctus? O quid agis? Fortiter occupa
Portum! Nonne vides ut
Nudum remigio latus?...
La traducción de don Federico Escobedo es bellamente parafrástica:
Te llevarán, ¡oh nave!
De nuevo al mar las olas,
Si en abrigado puerto
No asiento firme tomas.
¿No ves que ya de remos
desnudas están todas
las bandas, y que al viento
los mástiles se doblan?
Sí. Usa don Federico los mismos dísticos heptasílabos asonantados de la famosísima Barquilla de Lope de Vega. Es curioso que uno de los poetas más fecundos y originales sea célebre por su paráfrasis libre de esta oda de Horacio.
Por lo demás, si bien Horacio tomó el tema de la nave de Píndaro, Teognis y Platón, él resulta el capitán de una nutrida escolta que le forman en los Siglos de Oro españoles: Fray Luis de León, el Brocense, Medrano y el citado Lope de Vega. Y, se pasamos al siglo romántico, ya los traductores de “la nave” horaciana forman toda una flota: Javier de Burgos, Andrés Bello, Olmedo, Miguel Antonio Caro y Rafael Pombo.
Y la flota horaciana tiene todavía un cuerpo de vigías en las poesías parafrásticas de Lope de Vega, de Andrés Bello y del vate oaxaqueño Patricio Ontiveros.
¿Y qué lugar ocupa Escobedo dentro de esos efectivos? Es tan relevante como los mejores: escribió tanto una traducción como una paráfrasis.
El caso de la nave horaciana ha sido tan sonado que, cuando los renacentistas Medrano y el Brocense entregaros a Fray Luis de León cada uno su traducción de esta oda, para que él dictaminada cuál le gustaba más, éste se las llevó una tarde. Y a la mañana siguiente dijo Fray Luis a sus colegas:
-Como no pude decidir cuál es la mejor versión, preferí hacer la mía, y traérselas a ver qué les parece a ustedes.
Bueno. ¿Y qué lugar ocupa Escobedo entre estos efectivos? Es tan relevante como los mejores: escribió tanto una traducción como una paráfrasis.
Así continúa su valiente traducción, que arriba iniciábamos:
¿La combatida antena
no adviertes cuál solloza?...
Sin jarcias...¡imposible
Vencer la mar furiosa!
No cuentas ya con velas,
Pues todas están rotas;
Y en nuevo azar los dioses
No esperes que te acorran.
Y aunque blasones de hija
Ser de la selva póntica,
Y de tu origen muestres
La noble ejecutoria;
Fe no tendrá ya el nauta
En tu “historiada popa”,
Ni evitará que sigas
siendo del viento mofa.
¡Oh nave, que en cuidado
me tienes y zozobras!:
evita de las Cícladas
las lumbres engañosas.
Concluyamos refiriéndonos a las paráfrasis. Y nuestro árcade elogió la popular Barquilla de Lope de Vega, si bien le censuró lo que consideró un pleonasmo en el tercer verso y una cacofonía en el cuarto. Hoy día nos parecen efectos pintorescos.
Se trata de la conocida estrofa:
¡Pobre barquilla mía,
entre peñascos rota,
sin velas, desvelada,
y entre las olas sola!...
Pues don Federico completa su homenaje a Horacio, que incluye las odas 1,2,3,4, 12 y 14 del libro primero, y la 3 y 5 del libro tercero.
Además, nuestro árcade creó su propia paráfrasis de la nave horaciana bajo el título de
ALEGORÍA
¡Oh frágil navecilla! / ¿por qué, por qué te engolfas
del piélago profundo / en las revueltas ondas?
¿No ves que nuevos vientos / ¡oh mísera! te acosan?...
Tu casco está ya hendido, / tus velas están rotas;
¿cómo vencer sin remos, / ni jarcias poderosas?
Del Ábrego al empuje / tus mástiles se doblan,
Y heridas las antenas / parece que sollozan...
La contrastada quilla / mal puede, con la poca
Fuerza que ya le queda, / vencer la mar furiosa.
Relámpagos frecuentes / fulguran en la atmósfera,
Y ya sobre los vientos / la tempestad galopa.
Truenan los polos: rayos / de entre las nubes brotan,
Y –abriéndose los cielos- / lluvia incesante arrojan.
No fíes de los dioses / pintados en la popa,
Ni en q ue tu noble origen / es de la selva póntica.
No fíes en las brisas / que mansamente soplan,
Porque después, aleves / te oprimen y destrozan.
Precávete, cuitada, / los vientos te traicionan:
De ellos no sigas siendo / juguete, escarnio y mofa.
¡Oh nave, que en cuidado / me tienes y zozobra!:
Deja ya el mar profundo, y a la ribera torna.
¡Qué poeta tan sincero y tan emotivo fue don Federico Escobedo!
Sentido trovador de las vivencias familiares, fue también solemne heraldo de las glorias eclesiásticas en su sede canónica de
Él fue un colorido y sonoro traductor de los gloriosos veinte cantos de
Pero quizá su más solemne logro fueron las ocho grandes odas de Horacio que interpretó en estrofas tan majestuosas y cinceladas, que han merecido un capítulo de honor en el inmortal volumen Horacio en México de su entrañable amigo don Gabriel.
El Canónigo Federico Escobedo Tinoco, gloria de Salvatierra fue uno de los más nobles intérpretes castellanos del eterno mensaje de
Horacio, maestro del equilibrio, la sobriedad y la sabiduría.
Colofón
Luego de leer tan espléndidas estrofas de don Federico, se le despiertan a cualquier versificador las ansias de novillero. Y éste es mi soneto para el árcade salvaterrense:
ESCOBEDO Y SALVATIERRA
¿Federico: te vas de Salvatierra,
Donde miraste la primera aurora,
Donde el gallo encendió su luz sonora,
Donde el juego y el canto el gozo encierra?
Ya comprendo: a Satán harás la guerra
Donde virtud jesuita te decora.
Luego, urgirá tu mano bienhechora,
A tu madre y hermanos valedera.
Mas verso y verbo pronto te agigantan
Y a sede de canónigo te exaltan
En Puebla, en que ángeles ven cielo en tierra.
Tu ciudad se recuerda y se te aclama.
Todo el que te oye predicar proclama:
¡Escobedo es honor de Salvatierra!
DE ESCOBEDO A LANDÍVAR
POR EL MUY ILUSTRE DR. DON GUSTAVO COUTTOLENC CORTÉS
SALVATIERRA, GTO. NOVIEMBRE, DE 1999.
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