Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

lunes, 10 de enero de 2011

Cuento

La Misma Pena

-¡Heita, …ula, jabrona, …Uévete, hija de tu …ingada madre!, ¡arre!, jedionda, …uta!

Una y otra vez, el vocerrón de Gelacio retumbaba en las orejas de la Tiznada y la Regeja, las dos mulas que le hacían la faena de aflojar la tierra para la siembra del siguiente temporal. Las compró tiernitas, juguetonas, potentes, caderonas, un poco alocadas, pero muy trabajadoras.

Ya tenían con él más de veinte años y, como todas las mulas, al paso del tiempo se hicieron mañosas, tercas y flojas. Gelacio también fue cambiando. El muchacho prieto, fortachón, luchón, cantador, perdió a sus tatas, se casó con una mancornadora, no tuvo hijos ni otros quereres, se volvió desconfiado y golpeador.

Su única familia eran la Tiznada y la Regeja. Los tres sabían que ya no era lo mismo. Mulas o no a todos nos duelen los huesos de los treinta años pa'rriba, se nos hinchan las rodillas y los tobillos, los carajazos de la vida nos atormentan más y no se nos curan con facilidad los desprecios.

Desde hacía dos años las amarguras de Gelacio se hicieron más negras. Lo malo era que se desquitaba con sus compañeras de labranza. Los varazos se volvieron leñazos y sus ancas tenían más magulladuras que un aguacate podrido.

Hay gentes que creen que las mulas no entienden. Cómo no han de entender, también sienten, tienen sus buenas y malas costumbres y a lo mejor hasta hay un cielo para ellas. Además, no es lo mismo ser mula que taruga.

Gelacio envejecía con rencor y hacía que sus animalitos le perdieran el cariño, nunca les gustó que les dijera …utas, porque el único macho que habían visto estaba en la otra orilla del río y dejaban sus ardores en las tierras que araban; odiaban que les dijera jabronas y endejas, pensaban que, cuando lo hacía, se acordaba de la mujer que lo coronó; tampoco eran jijas de la …ingada, porque su madre había sido de fina estampa y buena familia, como ellas.

Los viejos, los güeyes y las mulas sabemos que a cierta edad el que se cae y no se levanta, se muere. Por eso Gelacio ya no se acostaba, dormía sentado, la Tiznada y la Regeja lo hacían paradas.

Últimamente era más cruel. El día que la Regeja dobló las patas y se echó a la mitad del surco, le untó a medio lomo brea de mezquite y le prendió fuego; pobrecita, cómo sufrió, se volvió loca, sus gritos se oyeron hasta el Cerro de Tetillas. No corría, volaba en busca de algún lugar para apaciguar los ardores de su pobre lomo. De alguna manera encontró el camino hacia el río, rauda se tiró a la corriente. Nadie pudo explicarse cómo una mula con fama de buena nadadora pudo ahogarse.

La Tiznada anduvo triste por buen tiempo; Gelacio la miraba chiveado, con remordimiento, pero pronto se le pasó la vergüenza. Le quedaba mucho trabajo y sólo una mula para hacerlo. Así pues, la Tiznada, triste, vieja y apachurrada, vió que sus males se multiplicaban y decidió guardarle luto a su hermana, la Regeja. Se volvió lenta, débil, terca y desobediente. Ni siquiera le interesaba que, en castigo, cada tarde Gelacio la abandonara con el hocico embolsado en medio del alfalfar.

Un día ya no aguantó y se echó también a la mitad del surco, en espera del momento de reunirse con su difunta hermana.

-¡Heita, …ula, jabrona, …Uévete, hija de tu …ingada madre!, ¡arre!, jedionda, …uta! Una y otra vez el cuento de Gelacio.

De nada sirvió la insistente repetición de las injurias, la Tiznada no se movía, no oía ni siquiera veía a su agresor. De las palabras siguieron los hechos, pedradas sin éxito. Aquella mula tenía una muy rara habilidad para escabullir su cuerpo a los golpes a pesar de que el mulero se acercaba más a ella y de que el volumen y peso de las piedras aumentaban tanto que tenía que lanzarlas con ambas manos.

Cegado por la ira y por su escasa puntería, Gelacio, desesperado atrapó del pescuezo a la Tiznada y le enterró los dientes en una de las orejas. Pobre Tiznada, su dolor ha de haber sido infernal. En fin, después de muchos intentos y reparos, logró arrojar lejos al malvado mulero. Pero el hombre, endemoniado, no conocía límites, fue a buscar su filoso machete y con él le partió la cabeza y el pescuezo. Como pudo, llegó renegando a su jacal y se dejó caer en el suelo, cansado, tembloroso, débil y lleno de ira.

Así encontró la noche. Así se le fue la vida.

Como todo ser humano, al entregar su alma fue juzgado. Se le condenó a recibir durante cincuenta años mulares el mismo trato que dio a sus compañeras: la Regeja y la Tiznada. Por eso, allá en las tierras de Gelacio, no ha cesado la cantaleta de -¡Heita!, …ula, jabrona, …Uévete, jija de tu …ingada madre!, ¡arre!, jedionda, …uta.

Se oyen los gritos y no se encuentra al mulero, a lo mejor es la voz de su alma arrepentida que se purifica. Sea lo que fuera, por favor, no hagan a otro lo que no quieren que les hagan y… respeten a sus semejantes.

Tomado del Libro: "Del Río y Del Valle, Cuentos y otras Narraciones"
de Tarsicio Salgado Tovar

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