Editado el contenido de la revista "Por Amor al Arte" del Maestro Mario Carreño Godinez

lunes, 10 de enero de 2011

Leyendas

La Alhóndiga


El origen de tales edificios en el reino fue el abuso que hacía el comercio de la medida del maíz y peso de trigo y harina, en perjuicio del consumidor. en tal virtud, todos los ayuntamientos establecieron esas oficinas, en las que además de que allí deberían venderse por los interesados los artículos de primera necesidad, como maíz, frijol, cebada, harina y se almacenaban los granos que iban destinados a proveer a los centros mineros de gran importancia para España, como Guanajuato y Táxco.

Había un empleado llamado Fiel, el cual se ocupaba en ver que no se abusase en el medir ni en el pesar: llevaba las cuentas, cobraba y entregaba a la tesorería los productos. El tipo de ventas lo daba el Virrey. Los pequeños comerciantes ponían sus semillas en los corredores o patios del edificio, llevando a él la cantidad que poco más o menos vendían diario. Otros, los ricos agricultores, almacenaban allí las semillas que destinaban para su venta, a cuyo fin había trojes y bastantes piezas.

El regidor diputado, de este ramo, ponía medidores de su confianza, los cuales pagaba el muy ilustre de los mismos fondos. El almacenamiento de semillas, si era para su venta enseguida, no pagaba nada; pero si pasaban veinte días, se sujetaba a la tarifa establecida para estos casos.

Aquí en Salvatierra, tal oficina se estableció en el antiguo callejón de los Esquiveles, y tomó el nombre después de Calle de la Alhóndiga, hoy Madero, el edificio que ocupó servía también para sesiones de Cabildos, la administración Pública y la cárcel, eran las casas nombradas de los Esquiveles (hoy Jardín de Niños "Cuauhtémoc").


Dieciocho capítulos tenían las ordenanzas para el funcionamiento de las alhóndigas, dadas por el Virrey Conde de la Coruña el 16 de enero de 1551, y confirmadas más tarde por el Rey Felipe II. Todas ellas impedían la regatonería como causa del alza de precios, obligando a los introductores a llegar con sus semillas derecho a la Alhóndiga, sin poder vender ni todo, ni parte de la mercancía por fuera, so pena de perderlo todo.

A nadie se le permitía entrar a la Alhóndiga con armas; para su cuidado había un empleado con el título de Fiel. A la hora del despacho asistían todos los días: el escribano que autorizaba todas las operaciones de compraventa, el jefe de la Oficina llamado Fiel, dos regidores, que eran llamados Diputados de Alhóndiga y los interesados.

La Procesión de San Antonio


El viernes 12 de junio de 1997, Lupe Tinajero llegó a la Central de Autobuses muy noche, venía de una fiesta en la que habían festejado a su jefa con motivo del día de su onomástico, que festejaría al día siguiente, pues se llamaba Antonia. Lupe trabajaba en Celaya como secretaria y pensaba que se le había hecho muy tarde para llegar a su casa, así que apuró el paso, ya que vivía por el rumbo de la fábrica, en la Calle Lerdo de Tejada. Al llegar al Jardín Grande por la esquina de la Parroquia lo cruzó en diagonal, rumbo a la Calle de Madero, vió una procesión de mujeres que se dirigía al Templo de San Antonio, pensó que por ser víspera de su fiesta era un rosario de aurora, lo que le extrañó fue no conocer a ninguna de las mujeres que iban en la formación, las había de todas las edades y condición social.

Lupe decidió ir a asomarse al templo, las puertas estaban abiertas y las luces encendidas. Al llegar la procesión las mujeres tomaron asiento en las bancas, lo extraño era también que no hubiera ningún sacerdote que oficiara algún acto litúrgico, pero vió que una a una las mujeres pasaban al pie del altar y depositaban imágenes del niño Dios, o trece monedas en un pequeño canastillo. Cuando terminaron se fueron saliendo, Lupe hizo lo mismo, pero al llegar a la calle las mujeres desaparecían.

Lo que le pasó a Lupe fue que presenció la procesión de las ánimas de las mujeres que en vida se atrevieron a robarle el niño a San Antonio y nunca se lo devolvieron, también de aquellas que, pidiéndole favores amorosos al Santo, no cumplieron con su manda de entregarle la limosna de las trece monedas que se destinan a los pobres. Esta procesión, dice la leyenda, se da todos los años en la víspera de la fiesta de San Antonio.

El Decapitado de Cantarranas


Recién fundada nuestra ciudad, los frailes franciscanos y carmelitas comenzaron la catequesis para instruir a los naturales en la Doctrina Cristiana. Los frailes se enfrentaban al problema de que muchos de ellos no hablaban la lengua indígena, por lo que tenían que auxiliarse de intérpretes, eran indios que ya habían sido catequizados y hablaban las dos lenguas: el Castellano y el Indígena.

La doctrina era impartida en los conventos los días domingos por estos indígenas, entre los que había hombres y mujeres. El sacramento de la confesión también lo efectuaban con la ayuda de estos intérpretes, por lo que era común que se violara el secreto sacramental.

Ante tal situación, el Virrey de la Nueva España promulgó un decreto en el cual daba de plazo un año, a los monjes para que aprendieran la lengua indígena, so pena de pagar una multa que iría a los aranceles reales destinada a mantener la milicia. Un indio que había sido bautizado con el nombre de Salvador, iba todos los

domingos a la misa y a la doctrina. Uno de los frailes notó que nunca se confesaba ni comulgaba, por lo que decidió llamarlo y preguntarle la razón de su alejamiento de dichos sacramentos. El indio Salvador le contestó que le daba vergüenza decir sus pecados, porque eran muchos y muy grandes. El fraile le explicó la necesidad que tenía de confesarse y comulgar, porque si no lo hacía y se moría, iría derecho al infierno y a la perdición eterna.

Salvador se asustó y accedió a confesarse con el fraile que no hablaba el idioma de los naturales, teniendo que auxiliarse de un intérprete. Salvador se confesó, cumplió con la penitencia y comulgó. Vivía este indígena en una modesta choza en el Barrio de Cantarranas, cerca del Molino de la Ciudad, junto a la acequia. Al día siguiente apareció muerto, lo habían decapitado con toda saña y crueldad, nadie sabía de momento por qué y quiénes habían cometido tan atroz delito.

Al poco tiempo se supo la verdad, el intérprete había traicionado el secreto de confesión. Salvador se acusaba de haber tenido amoríos con un gran número de mujeres casadas, los maridos ofendidos habían tomado la justicia con sus propias manos.

El indio pena, porque no debía morir, no le tocaba, ya se había arrepentido de sus pecados, ahora busca a aquél que lo traicionó en el sublime secreto de la confesión.

Leyendas Tomadas del Libro: "Leyendas, Cuentos y Narraciones de Salvatierra, Recopilación" de Miguel Alejo López

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